sábado, 6 de junio de 2015

CUENTO 2

            



Del fuego, ya solo quedaban las brasas seseantes cuando Fenrir se levantó. El viejo cuenta cuentos, envuelto en una raída piel de vaca, roncaba apaciblemente bajo el roble centenario.

Se habían quedado hablando hasta muy tarde: cuando todos los demás se retiraron a sus hogares, Fenrir le pidió al hombre que le contara todo lo que supiera de la bruja Selene, que, para su decepción, no era demasiado. Sin embargo, sí le contó numerosas andanzas de sus brujas y criaturas.

- Chico –dijo al final en tono confidencial-, esto no es ningún cuento.
Le dirigió una mirada severa y se dio la vuelta para caer vencido por el cansancio. La enorme luna llena se ocultó tras la montaña cuando los primeros rayos dorados incidieron en el valle.

Al entrar en casa, sorprendió a su abuela cacharreando por la cocina con gran agilidad. Ambos se sobresaltaron.
- Eh...Estaba vigilando que no se acercara ningún lobo; esta noche estaban inquietos –se excusó al ver la mueca inquisitiva de la vieja.
- No deberías pasar tanto tiempo con ese hombre; solo os mete tonterías en la cabeza. Y ya no eres un niño –le recriminó mientras se encorvaba en su silla.

El joven, extrañado, se retiró sin replicar y fue a ordeñar a las cabras. Eilen yacía en su jergón abrazada a Ormus, sumida en un inquieto sopor. Probablemente soñara con brujas y cruzadas sanguinarias.
Fenrir recogió sus escasas pertenencias y guardó abundante comida en un hatillo: el sol de junio había resecado los campos circundantes a la aldea y debía llevar  parte del rebaño al monte en busca de buenos pastos.

Despertó a su hermana y le tendió un cuenco de leche tibia; ella debía quedarse con la abuela para cuidar las gallinas, ayudarle con el huerto y hacer queso.




            Habían pasado ya dos semanas desde que el cuenta cuentos llegó a la aldea cuando Fenrir regresó de guiar al rebaño por los pastos lejanos. Eilen y Ormus le recibieron con gran alegría mientras la abuela preparaba una cena generosa. La aldea se sumía en completo silencio, tan sólo quebrado por los estridentes ladridos de los perros. No fue hasta la caída del sol cuando Fenrir oyó ruidos en la habitación contigua: no lo habría oído si no fuera por la congoja que le impedía dormir, por aquél cuento que no paraba de dar vueltas en su cabeza.

Apenas llegó a vislumbrar cómo un pequeño bulto se escabullía por la puerta del establo con gran sigilo; corrió a asomarse al quicio de la puerta, pero ya no fue capaz de  ver a nadie en la oscuridad. Sin siquiera pararse a pensar, buscó a Ormus en el establo. El joven carnero estaba despierto, y le siguió de buena gana al frescor de la noche primaveral.

De nuevo guiándose por los impulsos que le ofrecía su mente soñadora y el buen pie de Ormus, Fenrir se encaminó hacia el oeste, montaña arriba, a las elevadas cimas de la cordillera Tarein, que presidía el pequeño valle en el que vivían. Contaba una leyenda que en los tiempos antiguos se erigió allí un enorme templo, quizás una gran ciudad, pero ya nadie más que los rebecos habitaba en esos riscos escarpados, estériles y peligrosos.

Sin el carnero a su lado, Fenrir habría sido incapaz de abrirse paso en la oscuridad hacia la cima de la montaña, y de encontrar el paso a la siguiente. Parecía como si un enorme imán tirara de sus corazones hacia el centro de la cordillera, ahuyentara el cansancio y cubriera con una cálida manta la piel helada.

            Cuando los ojos del chico comenzaron a arder de tanto intentar penetrar la oscuridad y no ver nada, un débil resplandor se distinguió entre los riscos. Un fino arco de luz se perfilaba en el cielo y, según Fenrir se acercaba, se iba haciendo cada vez más tenue. Mientras, otro resplandor de una naturaleza muy distinta se descubrió en lo alto de la montaña. Sus pupilas se comprimieron y por fin le permitieron ver el mausoleo que se alzaba ante ellos: un templo de siete columnas y sin techo, construido con piedras negras como la noche, roídas por el paso de los milenios. Siete sombras danzantes se recortaban contra la luz de varias fogatas, reunidas alrededor de una enorme losa.

            Fenrir y Ormus se acercaron lo más sigilosamente posible al amparo de la noche, dejando atrás la fría piedra y adentrándose en un hermoso prado; la hierba les limpió las heridas que las afiladas lascas les infligieran en los pies.

            Las siete mujeres encapuchadas detuvieron su baile y cada una extrajo un pequeño saco de entre las ropas; las siete lo abrieron al tiempo y derramaron su contenido en la losa central. La ceniza no llegó a tocar la piedra cuando la delgada raya de luz de la bóveda descendió. Un cegador destello invadió Tarein, y el mundo entero se estremeció en silencio.

            Fenrir nunca encontraría las palabras acertadas para describir la blancura de su piel, el terror que producían aquellos ojos negros, el placer de verla alzarse en pie. Como por arte de magia, las brujas se habían esfumado, y la dama blanca descendía por la suave pendiente como si siempre hubiera estado allí, con la mirada ausente y el andar despreocupado. El joven, paralizado, notó la ausencia del carnero a su lado; Ormus se acercaba a la mujer con paso decidido. Ella lo miró y posó con lentitud su mano sobre la cabeza del animal. Cuando Ormus se irguió, no era un carnero lo que había allí, sino una extraña criatura con apariencia similar a un humano, cabra de cintura para abajo y un brillo melancólico en los ojos. Entonces ella se giró y su mirada penetrante, asombrosamente serena, se clavó en Fenrir. Un escalofrío recorrió su cuerpo y le hizo avanzar hacia la mujer. De nuevo aquel imán imposible de negar.


-        Hermosa noche- pronunciaron sus finos labios, coloreados de un leve rubor que apenas se diferenciaba del resto de su piel. El chico era incapaz de pronunciar palabra. Pero no era allí el único interlocutor.
-        Una pena que no haya más gente aquí arriba que la pueda disfrutar- canturreó el fauno, aproximándose a Fenrir- ¿Verdad, amo?-algo parecido a una sonrisa se dibujó en su cara animalesca.- A Eilen le encantaría este prado.

            A pesar de todos los cuentos y leyendas que Fenrir había escuchado y repetido hasta la saciedad durante su corta vida, y su fuerte convicción en la magia, su mente seguía bloqueada ante los sucesos acontecidos, pero, sobre todo, se sentía abrumado ante la belleza de aquel ser que había bajado del mismísimo cielo.

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