Del fuego, ya solo quedaban las brasas seseantes cuando Fenrir se levantó. El
viejo cuenta cuentos, envuelto en una raída piel de vaca, roncaba apaciblemente
bajo el roble centenario.
Se habían quedado hablando hasta
muy tarde: cuando todos los demás se retiraron a sus hogares, Fenrir le pidió
al hombre que le contara todo lo que supiera de la bruja Selene, que, para su
decepción, no era demasiado. Sin embargo, sí le contó numerosas andanzas de sus
brujas y criaturas.
- Chico –dijo al
final en tono confidencial-, esto no es ningún cuento.
Le dirigió una mirada severa y se
dio la vuelta para caer vencido por el cansancio. La enorme luna llena se
ocultó tras la montaña cuando los primeros rayos dorados incidieron en el
valle.
Al entrar en casa, sorprendió a su
abuela cacharreando por la cocina con gran agilidad. Ambos se sobresaltaron.
- Eh...Estaba
vigilando que no se acercara ningún lobo; esta noche estaban inquietos –se
excusó al ver la mueca inquisitiva de la vieja.
- No deberías pasar tanto tiempo con ese hombre; solo os mete
tonterías en la cabeza. Y ya no eres un niño –le recriminó mientras se
encorvaba en su silla.
El joven, extrañado, se retiró sin
replicar y fue a ordeñar a las cabras. Eilen yacía en su jergón abrazada a
Ormus, sumida en un inquieto sopor. Probablemente soñara con brujas y cruzadas
sanguinarias.
Fenrir recogió sus escasas
pertenencias y guardó abundante comida en un hatillo: el sol de junio había
resecado los campos circundantes a la aldea y debía llevar parte del
rebaño al monte en busca de buenos pastos.
Despertó a su hermana y le tendió
un cuenco de leche tibia; ella debía quedarse con la abuela para cuidar las
gallinas, ayudarle con el huerto y hacer queso.
Habían pasado ya dos semanas desde que el cuenta cuentos llegó a la aldea
cuando Fenrir regresó de guiar al rebaño por los pastos lejanos. Eilen y Ormus
le recibieron con gran alegría mientras la abuela preparaba una cena generosa.
La aldea se sumía en completo silencio, tan sólo quebrado por los estridentes
ladridos de los perros. No fue hasta la caída del sol cuando Fenrir oyó ruidos
en la habitación contigua: no lo habría oído si no fuera por la congoja que le
impedía dormir, por aquél cuento que no paraba de dar vueltas en su cabeza.
Apenas llegó a vislumbrar cómo un
pequeño bulto se escabullía por la puerta del establo con gran sigilo; corrió a
asomarse al quicio de la puerta, pero ya no fue capaz de ver a nadie en
la oscuridad. Sin siquiera pararse a pensar, buscó a Ormus en el establo. El
joven carnero estaba despierto, y le siguió de buena gana al frescor de la
noche primaveral.
De nuevo guiándose por los impulsos
que le ofrecía su mente soñadora y el buen pie de Ormus, Fenrir se encaminó
hacia el oeste, montaña arriba, a las elevadas cimas de la cordillera Tarein,
que presidía el pequeño valle en el que vivían. Contaba una leyenda que en los
tiempos antiguos se erigió allí un enorme templo, quizás una gran ciudad, pero
ya nadie más que los rebecos habitaba en esos riscos escarpados, estériles y
peligrosos.
Sin el carnero a su lado, Fenrir
habría sido incapaz de abrirse paso en la oscuridad hacia la cima de la
montaña, y de encontrar el paso a la siguiente. Parecía como si un enorme imán
tirara de sus corazones hacia el centro de la cordillera, ahuyentara el
cansancio y cubriera con una cálida manta la piel helada.
Cuando los ojos del chico comenzaron a arder de tanto intentar penetrar la
oscuridad y no ver nada, un débil resplandor se distinguió entre los riscos. Un
fino arco de luz se perfilaba en el cielo y, según Fenrir se acercaba, se iba
haciendo cada vez más tenue. Mientras, otro resplandor de una naturaleza muy
distinta se descubrió en lo alto de la montaña. Sus pupilas se comprimieron y
por fin le permitieron ver el mausoleo que se alzaba ante ellos: un templo de
siete columnas y sin techo, construido con piedras negras como la noche, roídas
por el paso de los milenios. Siete sombras danzantes se recortaban contra la
luz de varias fogatas, reunidas alrededor de una enorme losa.
Fenrir y Ormus se acercaron lo más sigilosamente posible al amparo de la noche,
dejando atrás la fría piedra y adentrándose en un hermoso prado; la hierba les
limpió las heridas que las afiladas lascas les infligieran en los pies.
Las siete mujeres encapuchadas detuvieron su baile y cada una extrajo un
pequeño saco de entre las ropas; las siete lo abrieron al tiempo y derramaron
su contenido en la losa central. La ceniza no llegó a tocar la piedra cuando la
delgada raya de luz de la bóveda descendió. Un cegador destello invadió Tarein,
y el mundo entero se estremeció en silencio.
Fenrir nunca encontraría las palabras acertadas para describir la blancura de
su piel, el terror que producían aquellos ojos negros, el placer de verla
alzarse en pie. Como por arte de magia, las brujas se habían esfumado, y la
dama blanca descendía por la suave pendiente como si siempre hubiera estado
allí, con la mirada ausente y el andar despreocupado. El joven, paralizado,
notó la ausencia del carnero a su lado; Ormus se acercaba a la mujer con paso
decidido. Ella lo miró y posó con lentitud su mano sobre la cabeza del animal.
Cuando Ormus se irguió, no era un carnero lo que había allí, sino una extraña
criatura con apariencia similar a un humano, cabra de cintura para abajo y un
brillo melancólico en los ojos. Entonces ella se giró y su mirada penetrante,
asombrosamente serena, se clavó en Fenrir. Un escalofrío recorrió su cuerpo y
le hizo avanzar hacia la mujer. De nuevo aquel imán imposible de negar.
- Hermosa noche-
pronunciaron sus finos labios, coloreados de un leve rubor que apenas se
diferenciaba del resto de su piel. El chico era incapaz de pronunciar palabra.
Pero no era allí el único interlocutor.
- Una pena que no
haya más gente aquí arriba que la pueda disfrutar- canturreó el fauno,
aproximándose a Fenrir- ¿Verdad, amo?-algo parecido a una sonrisa se dibujó en
su cara animalesca.- A Eilen le encantaría este prado.
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