viernes, 3 de abril de 2015

NUBES



Ellas giran, voltean, vuelan con los vientos, dejándose mecer hasta parajes inexplorados. Ellas son densas, pero desaparecen en un momento si se les antoja. Y es que las nubes son como ánimas danzantes, que sacan sus trajes de vivos colores al atardecer. 
Cuenta la leyenda que una vez, hace mucho tiempo, existió un hombre soñador que dedicó su vida a observar las nubes. Muchos le preguntaron el fin de su empeño, pues a veces fruncía el ceño como si estuviera buscando algo entre ellas, una señal, una inspiración. Él se encogía de hombros y respondía “mira aquel barco, parece como si realmente navegase”. 
Para él, cada nube tenía una forma en un momento, y el simple hecho de descubrir el mástil de ese barco, las velas, y verlo de pronto convertido en un amenazante tigre, suponía la mayor dicha que pudiera imaginar. 
Un día, al levantarse, descubrió consternado que no había nube alguna en el cielo, y se tumbó con tristeza a esperar a que cambiara el viento para traerlas con él.
Esperó días y noches, semanas, hasta que una mañana amaneció con una solitaria silueta rosada en el horizonte, que fue cruzando el cielo con parsimonia.
La mueca de emoción que asaltó el rostro del hombre conmovió tanto a aquella deshilachada nube que, de pronto,  sintió la necesidad de hacerlo aún más feliz con sus formas y movimientos ondulantes.
Así pasaron largas horas, ésta danzando, el otro observando, extasiado. Y con la llegada del atardecer, la nube se vistió de sus mejores galas: naranja, lila, rojo fuego, púrpura…Y un “hasta pronto” surgió de los labios del espectador. 
Mañana tras mañana, los dos se encontraban jubilosos, a cientos de metros de distancia, pero sintiéndose realmente juntos. Así, la nube luchaba contra vientos y temporales para continuar en ese cielo y poder sentir la sonrisa de su amado. Pero ella anhelaba tocarlo, acariciarlo, poseerlo como solo un ser humano podría a otro, mientras él se conformaba con el entretenimiento que ésta le brindaba. 
Marchó la nube una noche al océano para cargarse de vapor, que después vertió con ansiedad sobre el hombre expectante, creyendo así poder convertir la lluvia fría y punzante en caricias colmadas de amor; y allí donde fuera él, la nube le seguía arrojando su helado cariño, de tal forma que éste enfermó gravemente. 
La fiebre le impidió un día salir a observar el cielo, y tiritando, permaneció semanas en la cama entre delirios.
La nube, ignorante de todos estos hechos desde allí arriba, esperó y esperó, hasta que su opresión tomó tal nivel que se expandió y descendió bajo la tierra caliente en busca de su hombre. Lo encontró tendido, como cuando pasaban largas horas contemplándose el uno al otro, y sin comprender, se condensó alrededor de su cuerpo de forma que la humedad le asfixió, y finalmente, su cuerpo expiró. 
La nube se elevó furiosa y su color tornó a gris profundo. Emitiendo unos desesperados y roncos sollozos, desahogó su pena sobre la tierra, sin saber que fue su amor el que mató al amado.


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