Ellas giran, voltean, vuelan con los vientos, dejándose
mecer hasta parajes inexplorados. Ellas son densas, pero desaparecen en un
momento si se les antoja. Y es que las nubes son como ánimas danzantes, que
sacan sus trajes de vivos colores al atardecer.
Cuenta la leyenda que una vez, hace mucho tiempo, existió
un hombre soñador que dedicó su vida a observar las nubes. Muchos le
preguntaron el fin de su empeño, pues a veces fruncía el ceño como si estuviera
buscando algo entre ellas, una señal, una inspiración. Él se encogía de hombros
y respondía “mira aquel barco, parece como si realmente navegase”.
Para él, cada nube tenía una forma en un momento, y el
simple hecho de descubrir el mástil de ese barco, las velas, y verlo de pronto
convertido en un amenazante tigre, suponía la mayor dicha que pudiera
imaginar.
Un día, al levantarse, descubrió consternado que no había
nube alguna en el cielo, y se tumbó con tristeza a esperar a que cambiara el
viento para traerlas con él.
Esperó días y noches, semanas, hasta que una mañana
amaneció con una solitaria silueta rosada en el horizonte, que fue cruzando el
cielo con parsimonia.
La mueca de emoción que asaltó el rostro del hombre
conmovió tanto a aquella deshilachada nube que, de pronto, sintió la necesidad de hacerlo aún más feliz
con sus formas y movimientos ondulantes.
Así pasaron largas horas, ésta danzando, el otro
observando, extasiado. Y con la llegada del atardecer, la nube se vistió de sus
mejores galas: naranja, lila, rojo fuego, púrpura…Y un “hasta pronto” surgió de
los labios del espectador.
Mañana tras mañana, los dos se encontraban jubilosos, a
cientos de metros de distancia, pero sintiéndose realmente juntos. Así, la nube
luchaba contra vientos y temporales para continuar en ese cielo y poder sentir
la sonrisa de su amado. Pero ella anhelaba tocarlo, acariciarlo, poseerlo como
solo un ser humano podría a otro, mientras él se conformaba con el
entretenimiento que ésta le brindaba.
Marchó la nube una noche al océano para cargarse de vapor,
que después vertió con ansiedad sobre el hombre expectante, creyendo así poder
convertir la lluvia fría y punzante en caricias colmadas de amor; y allí donde
fuera él, la nube le seguía arrojando su helado cariño, de tal forma que éste
enfermó gravemente.
La fiebre le impidió un día salir a observar el cielo, y
tiritando, permaneció semanas en la cama entre delirios.
La nube, ignorante de todos estos hechos desde allí arriba,
esperó y esperó, hasta que su opresión tomó tal nivel que se expandió y
descendió bajo la tierra caliente en busca de su hombre. Lo encontró tendido,
como cuando pasaban largas horas contemplándose el uno al otro, y sin
comprender, se condensó alrededor de su cuerpo de forma que la humedad le
asfixió, y finalmente, su cuerpo expiró.
La nube se elevó furiosa y su color tornó a gris profundo.
Emitiendo unos desesperados y roncos sollozos, desahogó su pena sobre la
tierra, sin saber que fue su amor el que mató al amado.
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