Urtxin, presente
La pequeña comitiva que partiera del Clan del Corzo ha dejado de
serlo: ya suma medio centenar de jóvenes, procedentes de clanes de los que
Urtxin nunca ha oído hablar: el Clan del Glotón, del este; el Clan del Rebeco,
habitantes de las montañas, más agrestes incluso que los del Corzo; el Clan de la Nutria , hábiles pescadores
del sur… Aunque lo que más le alegra es haberse reunido al fin con sus amigos
del Clan del Roble, a los que no veía desde el otoño.
El mejor
momento del día es el cenit, cuando acampan después de un largo día de caminata,
y Urtxin insta al resto de jóvenes a reunirse alrededor del fuego y desgranar
historias de cada clan. En la humilde opinión de Urtxin, tienen mucho que
aprender sobre el arte de contar historias, aunque siempre agradece aprender
cuentos nuevos. Por supuesto, también hay alguna que otra promesa, como la
chica de pelo corto del Clan de la
Nutria.
El día anterior habían abandonado al fin el
territorio Ohiandar, dejando atrás las montañas y los valles profundos. Ante
ellos se extienden amplios terrenos de bosque quemado, con la tierra removida.
La visión es desoladora.
Unos jóvenes del Clan del Sauce, a los que
Urtxin estima 12 o 14 años, jalean a lo largo y ancho de la caravana,
intentando organizar una cacería: han avistado una manada de uros abrevando
cerca del río, y están deseosos de hacer notar su reciente incorporación al
mundo adulto. Finalmente consiguen contener su emoción y acercarse con respeto
a Urden, el indiscutible cabecilla del grupo. El mercader les cede la palabra
con un gesto condescendiente. Urtxin les observa desde el árbol en el que está
encaramado, mascando una tira de ciervo ahumado.
La admiración inicial que sintiera por Urden
–y que claramente comparte la totalidad de jóvenes del grupo- había ido
dejando paso al hartazgo. Al principio habían trabado una buena amistad: el
jabalí encandila con sus historias y promesas, pero en cuanto conoce a un joven
más fuerte o altivo que el resto, lo convierte en su segundo al mando y trata
al resto con desdén. Apenas colabora con el grupo, mención a parte de dar
órdenes. Empero, lo que más molesta a Urtxin es su reticencia a hablar de
ciertos temas, como el Clan del Jabalí, o los Helvatien.
Urtxin se descuelga del viejo roble,
dejándose caer a escasos pasos del “consejo de guerra”.
- Nos parece una idea estupenda, ¿verdad, Urden? –Exclama
codeando con descaro al asombrado comerciante.- Estoy seguro de que los
Helvatien celebrarán que les llevemos
unos buenos cuernos de uro, y nos podremos dar un banquete.
Urden le mira con mezcla de desconcierto y cólera, pero pronto
cede, para alborozo de los jóvenes beligerantes.
Esa misma tarde, después de haber localizado la manada, Urtxin se
aposta junto a Urden entre las ramas de un sauce, para bloquear a los uros en
caso de que traten de romper el cerco. Había insistido en que Azkon, el ojito
derecho del comerciante, se quedara protegiendo el campamento. Últimamente
Urden se muestra inaccesible, y esta es la oportunidad que estaba buscando para
interrogarle sobre algo que le inquieta. No puede quitarse de la cabeza la mirada preocupada de Enia.
- Ayer dejamos atrás los territorios del Clan del Jabalí, ¿no es
así?
- Bueno, sí, hemos pasado de refilón, pero el campamento no se
encuentra cerca –masculla Urden, sin apartar la vista de los uros, que pastaban
mansos junto al río.
- Pensé que se apostaba junto al río, y prácticamente no nos
hemos desviado de su curso –comenta Urtxin, mirando fijamente el grueso rostro
del hombre-. ¿No te habría gustado ver a tu clan, después de tantos meses
fuera? ¿No se animan a venir a aprender los jóvenes de tu aldea?
- Ya han ido, llevan aprendiendo de los Helvatien un tiempo.
Urtxin tuerce el morro, y está a punto de insistir, cuando unos
gritos les alertan a lo lejos. La manada de uros se ha desbandado y unos
individuos se acercan hacia ellos a pleno galope. Es su turno.
Enia, presente
De nuevo los incendios. Enia observa a través de los brotes
tiernos de los sauces cómo el humo se alza en la lejanía, por el este. Se
encuentra recogiendo sus pertenencias, empaquetando meticulosamente los últimos
útiles que no guardó la noche anterior: el yesquero, su cuchillo y la manta de
piel de ciervo. Hoy se trasladan al campamento de verano y los ánimos, en lugar
de festivos, están más decaídos que nunca, ya que echan en falta brazos jóvenes
que carguen con los fardos más pesados.
El humo
inquieta a Enia sobremanera. A su alrededor, la gente aún no ha
terminado de prepararlo todo y faltan horas para la marcha. Intenta rechazar
una idea que bulle en su mente, pero finalmente deja caer el hatillo y echa a
correr a través del pinar.
Aunque la
mañana es templada, el bosque es húmedo y apenas deja pasar la escasa luz del sol. Con
una sonrisa, recuerda la primera vez que recorrió ese mismo camino, hacía ya
seis años.
Atraviesa la luminosa pradera y asusta a una pareja de marmotas, que retozan al sol. Cuando alcanza el lago, su piel está perlada de sudor bajo el chaquetón de zorro, y se desprende de él. Entonces, la tristeza le abruma. Algo dentro de ella, muy en el fondo de su alma, esperaba encontrarse allí a Otsemi, cantando serenamente junto a las límpidas aguas. No volvía allí desde aquel día, desde hace tres veranos. Dos lágrimas ruedan por sus mejillas y nublan su vista, que se concentra en el horizonte. El sol naciente la ciega, pero comprueba lo que ya sabía: que el humo viene del territorio de los Helvatien, donde Urtxin y el resto ya debían haber llegado.
Atraviesa la luminosa pradera y asusta a una pareja de marmotas, que retozan al sol. Cuando alcanza el lago, su piel está perlada de sudor bajo el chaquetón de zorro, y se desprende de él. Entonces, la tristeza le abruma. Algo dentro de ella, muy en el fondo de su alma, esperaba encontrarse allí a Otsemi, cantando serenamente junto a las límpidas aguas. No volvía allí desde aquel día, desde hace tres veranos. Dos lágrimas ruedan por sus mejillas y nublan su vista, que se concentra en el horizonte. El sol naciente la ciega, pero comprueba lo que ya sabía: que el humo viene del territorio de los Helvatien, donde Urtxin y el resto ya debían haber llegado.
Por Elisa Rivero Bañuelos
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