Continuación de Cobre (Enia y Alate)
Tras el quinto
intento, que culminó más lejos, pero más congelado que los anteriores, Enia
decidió que el invierno no era la época propicia para escaparse. Seguro que
Alate sabía cuidarse solo, y podría buscarle en primavera.
Aquel interminable
invierno pasó por tres hogares, hasta acabar en un pequeño pero concurrido
refugio en el que sus dotes de trenzadora de cestas pronto resaltaron y le hicieron
un hueco en la familia. Pero el invierno también constituía una época perfecta
para hablar alrededor del fuego, y así fue como Enia comenzó a aprender el
idioma: primero lentamente y con desgana, mas según iba avanzando, se
desplegaban ante ella las maravillosas historias y cuentos de los Ohiandar. Así
conoció a Mari.
Se enteró entonces
de que se hallaba en el Clan del Corzo, uno de los múltiples grupos de los
Ohiandar o gentes del valle. Los Ohiandar vivían de la caza, la pesca y la
recolección, por lo que tenían que desplazarse. El Clan del Corzo solía ir
valle abajo en verano para acceder a buenas zonas de pesca junto al gran río, y
en invierno se asentaban en un abrigo rocoso con construcciones de madera y
pieles, para protegerse del frío y la copiosa nieve. También organizaban largas
partidas de caza siguiendo las grandes manadas. Todos los Ohiandar, sin
excepción, tenían el pelo y la piel oscuros, y los ojos azules, lo cuál
sorprendió a Enia, que provenía de un pueblo con mucha más variedad, pero en el
que dominaban los ojos marrones. Su propia madre tenía ese aspecto, que en ella
apenas había perdurado en su piel broncínea y ojos verde-azulados.
Estas gentes no
tenían animales domésticos ni cultivaban las plantas. Todos los intentos que
Enia hizo de entender el porqué, no dieron su fruto.
Finalmente, las
nieves se fundieron y aparecieron las primeras prímulas, que florecían como
pequeños soles portadores de grandes noticias. Enia tenía por fin la libertad
para corretear por las proximidades del campamento y, con el pretexto de
recoger algunas hierbas frescas con las que aderezar la rancia dieta invernal,
se adentró colina arriba.
Resultó un alivio
dejar atrás el desnudo bosque caducifolio y penetrar en el pinar, cuya espesura
e intenso aroma abrazó a Enia, demorando su carrera a las alturas.
En la pradería aún
se extendía la nieve, de una blancura impoluta que reflejaba con inquina los
rayos del sol, cegando sus ojos. El prístino manto estaba surcado de huellas de
multitud de criaturas: pezuñas, zarpas, leves almohadillas y graciosas marcas
de aves. Un lagópodo emprendió el vuelo a su lado, asustado y asustando también
a la niña, que pronto echó a reír.
La brisa, aún
gélida, le trajo un lejano murmullo, que se fue hilando en melodía, resonando
entre los blancos montes. Era un canto de bienvenida a la primavera, un salmo
de agradecimiento.
Enia se dejó
hechizar por la canción y ésta le guió hasta un pequeño lago, de un azul
rabioso inimaginable, en cuyas orillas descansaba una mujer. Cerca, abrevaba
una cierva y gorjeaba una bandada de gorriones alpinos. Ti, ti, ti-zurrr. De
improvisto, el canto se interrumpió y los animales se dispersaron.
- Ietori tantaide –“bienvenida
a este monte” clamó, sin darse si quiera la vuelta.
Roto el encantamiento,
Enia se quedó paralizada. Una idea fugaz emergió en su mente.
- ¿Eres Mari?
Alfa respiraba con dificultad,
tumbado en su saliente preferido, desde donde se abarcaba todo el valle. La brisa,
portadora de noticias de primavera, ascendía por la montaña y acariciaba su
cano pelaje. Últimamente Alate pasaba más tiempo con él, ya que el viejo lobo
cada vez se alejaba más de la manada. Poco a poco iba dejando que su hijo Reine
tomara las riendas, lo cuál estaba
convirtiendo la vida de Alate en un auténtico calvario. Alfa dejó escapar un
gañido.
- ¿Hueles el humo,
lobato?
- Claro. Huelo el
humo de aquellas hogueras, abajo en el valle, y huelo a los Grnania cuando
salen de cacería y se acercan.
- No veo las hogueras:
mis ojos cansados me vaticinan desde ha tiempo la muerte, pero mi olfato sigue
afinado como el de un lobezno.
El joven se tensó y
escrutó el valle. Cantarines torrentes, derretidos por el sol primaveral, se precipitaban
por las peñas, en las que hoyaba el liquen. Entre ellas alborozaban los rebecos
y cantaba alegre la bisbita. Más allá, resonaba una voz.
- Tú puedes ver las
hogueras, pero en algo te has equivocado. Los Grnania no se acercan para cazar.
Saben que no deben salir del bosque.
- Pero puedo oírlos
y olerlos en la pradera.
- Ah… Otsemi. Ella
no cuenta, aunque ni siquiera está cazando.
- ¿Otsemi? ¿Conoces
a una humana?
- Huele a humana,
pero no debe serlo del todo. Ella instauró el pacto.-Alfa movía la raída cola
con dificultad y reprimió una tos. La voz, que
retumba límpida entre las peñas, se silenció, aunque el eco aún la
recordaba. Alate olisqueaba el aire. No había duda, había identificado el olor
de Enia.- Cuando yo era poco más mayor que tu, no tuve tanta suerte como mi
hijo Reine. Nací en el seno de una manada numerosa, pero no era el hijo de los
alfa, sino de un advenedizo, y pronto me quedé huérfano de padre. Por fortuna,
mi madre era hermana del alfa, y a mis hermanos y a mí se nos permitió vivir hasta que fuimos lo
suficientemente mayores para buscar un nuevo territorio. Algunos jóvenes nos
siguieron, ya que los recursos escaseaban en esa zona.
<<Fuimos a dar con este
valle, pero pronto entramos en conflicto con los Ohiandar. Aunque había caza
para todos, mi manada estaba desestructurada e indisciplinada. Frustraban las
cacerías de los humanos y les robaban las presas. El peor era mi hermano. Reine
me recuerda a él, aunque es más obediente. Un día persiguió a un niño que se
perdió en la montaña: el crío se asustó tanto que se despeñó. Ese fue el
detonante que hizo que un pueblo tan pacífico como los Ohiandar nos declarara
la guerra y amenazara con expulsarnos del valle>>.
- ¿Pacíficos, los
humanos? –Alate temblaba de rabia- ¡Deberíais haberlos matado a todos! Son
seres destructivos y crueles.
- No me alces la
voz, lobato –gruñó Alfa con un inesperado tono imponente-. Se ve que no sabes
nada. No sé de dónde vienes ni cómo serán los humanos que mataron a tu familia,
pero los de por aquí respetan la vida de cualquier ser por encima de todo.
Nadie mata sin razón.
<<Un día acechaba sólo en
el bosque, cuando me topé con una mujer. De alguna manera ella me detectó, como
si el espíritu del bosque se lo hubiera susurrado al oído. Me habló y yo la
entendí sin impedimentos. No siempre es así con los humanos, la mayoría no
entienden, no hablan con los demás seres, o la comunicación es difusa. Cuentan
que antaño todos los seres, incluidos los humanos, se entendían sin tapujos.
Ella me explicó su
voluntad, y la de todo el pueblo, de establecer un pacto territorial para poder
vivir en armonía. Pero antes había que cerrar la herida. Sangre por sangre. Yo
no acepté. No podía entregarles a un miembro de mi manada; además, no era el
líder aún y no tenía esa potestad. Otsemi –así la llaman ahora, aunque no
recuerdo su nombre real- me dedicó una triste sonrisa y dijo que la voluntad de
Mari se cumpliría.
<<Esa misma noche, de una
oscuridad impenetrable, salimos a cazar rebecos por los riscos. Mi hermano se
adelantó y le perdimos de vista. Pude oír el caos de los rebecos y los gemidos
de mi hermano, pero nada más. Esa noche no volvió. Al alba, los quebrantahuesos
anunciaban la trágica noticia. Tres formas se recortaban contra la suave
pradería, junto al lago: los cadáveres de mi hermano y el niño, y Otsemi a su
lado>>.
Elisa Rivero Bañuelos
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