miércoles, 16 de diciembre de 2015

PARIA

Recuerdo haber leído a cierto poeta inglés reprochar, con mucho acierto, la actitud de aquellos que criticaban con énfasis y orgullo de sí mismos la riqueza, como si esgrimiendo palabras ulcerantes contra la misma, les brotara un aura de esplendor intelectual digna de admirar, aunque omitían que su relativo prejuicio se extendía tan solo sobre la ajena, quedando la propia oculta por la vergüenza.

Haber grabado esta noción en mi memoria, tendría que haberme sido útil, y no solo premonitoria, para evitar determinadas decisiones encaminada al fracaso personal, pero la necedad fue más poderosa que la razón, por lo que dejé de prestar el esmero debido a los aspectos que merecían ser tratados con mimo, para así centrarme en mi codicia, de forma que cuando los azares chocaron con un estado anímico no muy bueno, quebró mi mundo.

Éste estaba concluyendo y yo me negaba a asumirlo, de manera que jamás pedí ayuda a la familia que había ignorado, llegando el día en el que esta repulsiva actitud me empujó a la calle. Allí sufrí la apatía más cruel, no importaba tanto el hambre y el frío en comparación con la soledad, hecho que no dejaba de ser extraño al pensar en las miríadas de pies que deambulaban frente a mi.

No me costó interiorizar que era invisible para los transeúntes, a excepción de los niños, los cuales preguntaban con preocupación por qué estaba allí sentada o qué me había pasado, recordando que en su día hice las mismas cuestiones, pero no presté ayuda más allá de dar un par de monedas sonriendo compasivamente. 

Conforme transcurrían los meses el rechazo fundió mi humanidad, me culpaba de mi situación hasta aseverar que valía menos que cualquier otro ser, pues había ganado a pulso formar parte de una clase inferior que debía ser erradicada para embellecer la sociedad y permitir su evolución, pero justo cuando llegué a ese estado, hallé no solo a personas en mi situación que me apoyaban, sino a otras dispuestas a dar una segunda oportunidad. 

Su abnegación era tal que logró conmoverme y llegué a plantearme encontrar una solución responsable, olvidando la soberbia que me había destruido y recuperando poco a poco mi propio respeto, así como el de aquellos que un día dañé. Ahora no puedo dejar de pensar en como la empatía se está volviendo una extraña y poco frecuente cualidad, por culpa del egoísmo, pero así es más sencillo apreciarla.


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