Historia de Enia y Alate, continuación de SUEÑO
Enia,
presente
Enia dirige una última mirada al pequeño lago: el hielo, que aún
cubre casi toda la superficie, brilla intensamente bajo los primeros rayos del
sol. Emprende la bajada y cada esquina le trae un recuerdo: el precipicio por
el que casi se cae persiguiendo una marmota, el árbol bajo el cuál ponían la
trampa para liebres, la roca que tenía el mejor musgo para yesca, el remanso
del arroyo donde siempre bebían… Todo era Otsemi y, sin embargo, ya no quedaba
nada de ella. Los quebrantahuesos la elevaron con Mari. Pero sus pensamientos
se desvían una y otra vez a Urtxin y al resto de compañeros. ¿Les habría pasado
algo? No podía permitir que algo malo ocurriera. No otra vez.
Cuando
llega al campamento ya ha tomado la resolución: irá a las tierras de los
Helvatien y comprobará que sus amigos están bien. Busca a Aztie, que está
organizando la caravana para llevar parte de los bienes río abajo, al
campamento de pesca de verano. Le hace un gesto y éste se aparta del gentío.
- Voy a ir al este. Tengo un mal presentimiento.
La arrugada cara del hombre se ensombrece. Contempla a Enia y
asiente.
- Haremos ofrendas a la diosa por vosotros. Recuerda: no brames
como el ciervo, escabúllete como un corzo.
La chica le dedica una breve sonrisa y se da la vuelta con
premura. Selecciona parte del equipaje que había preparado, esconde el resto y,
sin más dilación, se interna en el bosque. A su espalda, unas últimas palabras
la despiden:
Urtxin,
presente
Anochece al fin, y un extenuado Urtxin se mira las manos bajo la
escasa luz de las antorchas. Le tiemblan y sangra. Con esa chapuza no podría ni
sostener el arco, piensa. Las estrellas se desperezan en el firmamento, pero ni
siquiera alza la vista para contemplarlas, como antes solía hacer. Recoge su
pico y, con una mueca de dolor, se echa a la espalda el cesto en el que lleva
el preciado mineral. Junto a sus compañeros, desciende hacia el improvisado
campamento. Alguien tropieza a su lado, o simplemente el cansancio le vence, dejando
caer la cesta y esparciendo el cobre por la ladera. El bárbaro capataz se
acerca gritando y le pega una patada al caído, que gime sin fuerzas. Urtxin y
otros le ayudan a levantarse y recoger las piedras.
Cuando se
disponen a descargar las cestas en la pila, oyen un revuelo entre los
capataces. Un hombre imponente, que Urtxin reconoce como Ötzi, el jefe de los
pastores, se acerca a pasar revista al botín. Esgrime una mueca de
desaprobación y los capataces se estremecen cabizbajos. Urtxin siente un efímero
placer con la escena, aunque pronto asimila que el día de mañana será aún peor.
Todo había
pasado muy rápido, y aún hay cosas que ninguno llega a comprender, o no tienen
fuerzas para pensarlo. En cuanto llegaron
al poblado de los Helvatien –poblado, porque a ese conjunto de construcciones,
sólidas y fijas, no se le podía llamar campamento- los recibieron con gran
algarabía. Dos hombres, ambos de piel clara, pero aspecto dispar, les dieron la
bienvenida y se reunieron con Urden.
Los Ohiandar estaban impresionados,
observando a las gentes y sus animales. Aunque habían oído hablar de ello, no
les parecía natural ver a las ovejas tranquilas junto a las personas, por no
hablar de aquellos extraños lobos. Les entregaron los regalos y todos se
sentaron alrededor de las hogueras, a degustar una cena compuesta por el
preciado pan de cereales y un caldo con oveja. Además, corría de mano en mano
un extraño brebaje, de sabor desagradable pero que calentaba el cuerpo y
entumecía las ideas. Apenas se entendían con los Helvatien, pero no hacía
falta. De vez en cuando, Urden traducía mensajes repetitivos de bienvenida y
cordialidad.
Lo primero que llamó la atención
de Urtxin fue que apenas había mujeres en la celebración y, las que había, se
afanaban en servir la comida y limpiar. Pero pronto notó también una
diferencia, primero sutil, después evidente, entre las gentes. La mayoría
tenían el pelo y los ojos oscuros, mientras que había algunos hombres, muy
ruidosos y rudos, que tenían la tez aún más clara y el pelo dorado, rojo, o
casi blanco. Hablaban un idioma distinto. Aunque no hubiera hostilidad
explícita entre ellos, sí se desprendía un cierto distanciamiento. Los de pelo
oscuro estaban inquietos. Urden les presentó a Ötzi, el orgulloso cabecilla de
los guiadores de ovejas, y a Goban, el viejo jefe de los agricultores.
Cuando finalizó la velada, les
indicaron dónde dejar su equipaje y dormir, en unas cabañas destartaladas a las
afueras del poblado. A Urtxin, la cabeza le daba vueltas, y pronto se sumió en
un sueño intranquilo.
En medio de la noche, unos hombres irrumpieron en la cabaña, les
sacaron a empujones y les ataron de pies y manos. Ni siquiera tuvieron un
segundo para darse cuenta de lo que estaba pasando. Se llevaron a las mujeres,
que se debatían con toda su rabia. Urtxin trató de localizar su equipaje, sus
armas, con desesperación, pero se habían llevado todo. Los hombres rubicundos
les amenazaban con unas extrañas armas hechas con un material desconocido. Ese
material por el que ahora se estaban dejando la piel.
Hacía apenas una semana de
aquello, pero a los Ohiandar les parecen meses. Trabajan de sol a sol en una
cantera de cobre, amenazados por los violentos pastores, que apenas les dan
alimento ni descanso. El primer día, en el camino de vuelta a las montañas,
hacia la cantera, Azkon se negó a seguirles. Ötzi le mató delante de todos.
Urtxin se arrebuja entre la hierba seca e intenta captar el
calor de sus compañeros. Nadie habla, no hay fuerzas. Por fin, una rauda
estrella fugaz llama su atención, y el joven le ruega en silencio a Mari que
les saque de este calvario. Le pide que mate a Ötzi.
Texto y fotos por Elisa Rivero Bañuelos
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