Historia de Enia y Alate, continuación de Revelaciones.
Otsemi, 4 años atrás
Lo
había intentado, pero finalmente no pudo resistirse. Había roto la promesa que
se hiciera a sí misma aquel día, de no volver a encariñarse de nadie. Vivir en
el bosque, lejos del resto, había sido muy duro al principio. Pero la diosa era
generosa. Los misterios del bosque se le desvelaron con claridad, como si la
brisa se los susurrara al oído, proveyéndole de caza abundante y refugio,
además de la cálida compañía de los animales.
Por supuesto, no podía cortar
toda relación con el Clan, y lo visitaba periódicamente para hacerse con
algunos útiles. Nunca pasaba más de un día con ellos: no quedaba nada para ella
allí.
Sus andanzas le habían llevado a
la tierra de los lobos, por donde campaba libremente. Su alma se había roto por
una grieta tan profunda, que un barranco
la separaba de lo que podía considerarse humano. “Otsemi”, le había llamado
Alfa. ¿O fue Mari quien le puso ese nombre? Ya no recordaba el anterior.
Aquella mujer había muerto, junto al lago con su hijito, y ahora sólo quedaba
la loba solitaria.
Al pie de la montaña había
encontrado una pared cubierta de grabados. Ciervos, caballos y uros parecían
correr sobre la roca, quizás huyendo de sus escultores, que trataban de
atraparlos en el tiempo. Otsemi se preguntaba quién habría realizado aquellos
grabados. A veces tenía sueños, en los que la diosa madre le mostraba cómo
continuar la obra. Y ella grababa.
Sobre esas mismas rocas, bien
arriba, aullaba Alfa durante las noches de luna llena. En los raros momentos en
los que necesitaba compañía, le llamaba y conversaban. Cantaban juntos. Él, a
Ilargi, la luna; ella, a Mari. Pero ambos sabían que era la misma.
Entonces había llegado esa niña,
tan desvalida e inocente como tozuda, y le había hecho salir del exilio. Su
curiosidad voraz la encandiló desde el primer instante. Con su piel pálida,
como enfermiza, y ese pelo rojizo, al principio la encontró fea, pero pronto se
acostumbró a su mesticismo, que le confería una extraña belleza.
Enia había llegado para
quedarse, y había conseguido hacerse un hueco en los escombros de su corazón,
que creía muerto. Ya no soñaba con grabados ni con animales. Había vuelto a
soñar con niños.
Alate, 4 años atrás
A
Alfa ya no le quedaba mucho tiempo de vida. Lo decían sus ojos, velados por la
edad, que miraban el valle sin ver. Lo gritaba su resuello, que apenas se
dejaba oír como un pitido quejumbroso. Una tarde, Alate le vio acercarse a
Reine e intercambiar unas palabras con él. Después, descendió con torpeza entre
los riscos, hacia la pradera.
La luna, Ilargi, se asomó tras
las montañas, naranja, casi roja, enorme e imponente. Una corazonada impulsó a
Alate a seguir al viejo lobo, aunque sabía que estaba mal. Se deslizó entre los
acantilados, con el viento en contra. Alfa no podría verle –sus ojos estaban
casi cegados-, pero sí percibir su olor.
El cárabo ululaba en el bosque,
presto a iniciar la cacería nocturna, y los aullidos de sus compañeros ya
arrancaban su alabanza a la diosa. Entre esa cacofonía, distinguió la ajada voz
de Alfa, que provenía de un promontorio rocoso más abajo. También le llegó
claramente el olor humano. Su corazón dio un vuelco, pero pronto reconoció que
no se trataba de Enia. Se reprendió por ello. ¿Para qué quería verla? Ya sabía
que estaba allí abajo, en el bosque, en el lago, con esa mujer. Enia le
abandonó y había formado una familia, que a él se le negaba. El odio le oprimió
y las palabras le llegaban sordas a sus potentes oídos.
¿De
qué hablarían el viejo lobo y la humana? No le importaba. Se dio la vuelta y
ascendió por el terreno escarpado. La luna escarlata recorría el cielo al son
de la llamada de la manada mientras dos figuras descendían hacia la pradera.
Texto por Elisa Rivero Bañuelos
Petroglifos de Val Camonica (Italia). Fuente: http://www.reidsitaly.com/destinations/lombardy/lake_iseo/valcamonica.html |
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