Enia, 4 años atrás
Cuando
Enia alcanzó el lago, en seguida notó que algo no estaba bien. Un silencio
denso, como si de niebla invisible se tratase, pesaba sobre el lugar. Otsemi estaba sentada en la orilla,
sosteniendo algo en su regazo mientras aplicaba agua sobre ello, con
delicadeza.
La niña se quedó observándola,
sintiendo que no debía interrumpir. Ningún pájaro cantaba. Tras un tiempo, que
a Enia se le hizo eterno, la mujer colocó con sumo cuidado su pesada carga en
el suelo, mostrando el cuerpo sin vida de un viejo lobo. Una única lágrima rodó
por la oscura mejilla de Otsemi, pero sus ojos la contradecían, brillando
despiertos, llenos de dicha. Entonces se
alejó del lago, reuniéndose con Enia, y ambas descendieron al bosque, dejando
espacio a los buitres para que completaran su labor. Las aguas del lago
silenciaron la sangre, diluyéndola en sus profundidades.
Pasaron las semanas, y Otsemi
estaba cada vez más animada, más humana. A veces, incluso le hablaba de Alfa,
el lobo. Su amigo. Enia era feliz como no lo había sido desde que abandonara su
aldea. Había vuelto a tener una madre.
Pero pronto notó que no
sólo se había producido un cambio en Otsemi. Los lazos estaban vacíos y los
animales las rehuían, evitando sus disparos. Enia volvía hambrienta al
campamento, en el que se vio en la obligación de trabajar más tiempo, ya que
consumía sus recursos. Pasó el verano en el campamento del río, aprendiendo a
tejer redes y a preservar el pescado, preocupada por la suerte de Otsemi, que
cada vez estaba más delgada.
Cuando, después de semanas sin
verla, regresó al refugio de invierno, la encontró débil y desmejorada, pero
había algo más: Otsemi estaba encinta.
Goban,
presente: poblado Helvatien
Las jóvenes Ohiandar se revuelven como garduñas, tratando de
zafarse de sus captores. Goban intenta desviar la mirada y marcharse, pero una
chica especialmente rebelde llama su atención. Quizá sea su naturaleza
indómita, o sus ojos curiosos. La cuestión es que le recuerda a su pequeña
Dara. La joven muerde a un Kurgan y éste le asesta una sonora bofetada.
- Ötzi, quiero a esa chica. Diles a tus hombres que se comporten.
- Ya le habéis oído, chicos. El viejo se quiere divertir –cacarea
Ötzi con sorna, dejando ver su sonrisa incompleta.
Goban reprime
una mueca de desprecio y agarra a la chica por la muñeca, que se resiste.
Finalmente, consigue llevarle a su cabaña. El espacio es reducido: tuvo que
ceder su antiguo hogar, mucho más confortable, al bárbaro. Su mujer, que estaba
atareada preparando la comida, se asombra al verlos llegar. Pronto reacciona y,
solícita, echa una piel de oveja sobre los hombros de la chica, que se mantiene
erguida y desafiante.
- Te ayudará con las labores… Si es que consigues domarla –murmura
con voz cansada. Sabe que su mujer sabrá encargarse. Siempre lo hace.- Tendrá
más suerte que las demás.
Los ojos de su mujer denotan comprensión y pena. También ha
percibido la semejanza con su hija querida. Intenta calmarla con dulces
palabras y le ofrece algo de pan.
Cuando llegaron los Kurganes, un pueblo
procedente de las estepas del este, Goban creyó que juntos podrían engrandecer a
su pueblo y perseguir los designios de los dioses. Trajeron razas de ovejas más
gordas y perros mansos, acostumbrados a pastorearlas. Pero lo que más interesó
al viejo fueron sus técnicas para trabajar el cobre, que ensombrecían sus
bastos aperos y armas.
Así, forjaron lanzas y hachas
para conquistar las fértiles tierras de la vega de sus vecinos Ohiandar, el clan del Jabalí. Llevaban
décadas de enemistad, pero los altercados nunca habían trascendido.. Aquel
perro de Urden se los había ofrecido en bandeja. Había sido exiliado de su clan
por agredir a una joven, y ahora quería venganza. Mataron a casi todos en la
batalla, aunque los Kurganes insistieron en tomar a las mujeres como
prisioneras.
Goban pensó entonces que ya
había sido suficiente, ¿para qué querían más tierras? Pero Urden les había
puesto la miel en la boca cuando les habló de lo prolífero que era el cobre en
las montañas. Él podría ser la llave para conquistar todos los dominios de los
Ohiandar. ¿Dónde encontrarían más gloria –había exclamado Ötzi- que
construyendo un altar a Gobanno en sus propias tierras?
Goban sabía que el Kurgan ni
siquiera creía en el mismo dios herrero, pero no pudo contradecirle. Cuando
quiso darse cuenta, ya le había entregado el mando del poblado y su propia
vida. Le había entregado a Dara.
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