Es un arte, un don, un maestro. Llega a las conversaciones a
las que es invocado, para maquillar el prosaísmo dominante, con el fin de
evitar una guerra dialéctica continua, entre los parcos en palabras e
ignorantes de la cordialidad.
Esquiva las miradas hostiles y reta a la inteligencia ajena,
en un ejercicio de violencia retórica, siempre dosificada en la respuesta. Se
hace complicado empatar en elegancia, pues si no se está atento, ni preparado para
la réplica, puede arrojar al interlocutor, a los brazos de la impertinencia más
embarazosa.
Incomprensiblemente, es ridiculizado por la coalición entre
el insulto y el vulgarismo. Nuestro amigo trata de sobrevivir al proceso involutivo
del lenguaje, sufriendo la acusación de la figura en boga, el disfemismo, que
le califica, tras la cortina, de cobarde al esquivar las expresiones más bastas,
originando paulatinamente, que sean conferidos nuevos significados a éstas.
Pero, ¿Quién le agradece que nos salve de situaciones
comprometidas, o de nuestra poca afabilidad? Al fin y al cabo, sin él,
interactuar con nuestro entorno podría calificarse como deporte de riesgo,
quedando solo el silencio y la mentira como medio necesario para la convivencia.
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