Otsemi, 3 años atrás
Los primeros copos bailaban con
parsimonia sobre la brisa, arremolinándose y posándose, tenues, sobre la
piel cálida y oscura de Otsemi. Reinaba un silencio que casi se podía mascar.
Pero la cabeza bullente de la mujer que habría de ser madre otra vez, le impedía
captarlo. No oía la voz de Mari, porque ya no le hablaba. No oía el canto del
gorrión alpino, ni de los gansos que, impelidos por el creciente frío,
atravesaban la cordillera hacia tierras más fértiles. Y es que evitaban esa
montaña.
La ascensión la había dejado
extenuada, y las gotas de sudor se fundían con los copos allí dónde la
raída lana de rebeco no llegaba a cubrir su piel. Se sentó, como mil veces
antes hiciera, junto al pequeño lago. Pero su color no era el azul rabioso de
antaño, sino el reflejo lúgubre del cielo invernal. Otsemi se alegró
de haber subido: en su estado y, teniendo en cuenta lo desnutrida que
estaba, en los últimos meses de gestación no se había podido permitir el
ascenso.
Acunó su enorme barriga mientras una
alegre canción de cuna nacía de sus labios agrietados. <<Sí, le llamaría
Odol. No era un nombre normal para un chico. Pero era lo adecuado. Igual
que subir al lago>> pensó Otsemi.
Un terrible dolor le asaltó en el
vientre. Se estremeció y sus ojos grises chispearon. Pensó en su hijito muerto,
en su hijo por venir. Pensó en Enia. Otro pinchazo. Pero la canción no dejó de
reverberar en la montaña.
Enia
Enia sabía que ya faltaba poco. Las nubes, oscuras y pesadas
como jabalinas preñadas, se arrastraban sobre el valle. No tardaría en nevar.
La tempestad en ciernes le acongojó: debía encontrar a Otsemi.
En los últimos días la había visitado con frecuencia. Solía
encontrarla en una zona muy espesa del bosque, cerca de las elevaciones rocosas
donde brincaban los rebecos. Se sentaba a devorar lo que Enia le traía y,
mientras, repasaban en voz alta las setas y hierbas útiles que aún quedaban por
el bosque, y sus propiedades. A veces, Enia le llevaba algún espécimen
con el que tuviera dudas.
Aún no sabía dónde dormía. Simplemente la encontraba deambulando
por el bosque, recolectando bayas, o sentada con placidez junto al río. Pero
esa tarde no. El viento silbaba entre los árboles desnudos y un helado
copo de nieve se posó en su nariz, arrancándole un escalofrío. Otsemi no estaba
en el bosque. Una bandada de gansos graznó en las alturas. Enia se encaminó
montaña arriba, hacia el lago. En su apresurado ascenso, no reparó en las
tiznadas aguas del arroyo, que se precipitaba junto a sus pisadas.
En las alturas, el silencio era turbador. La nieve caía cada vez
con más fuerza, azotando sus mejillas enrojecidas. El paraje del lago se
desplegó ante ella velado por la tormenta. Distinguió una silueta recostada
junto a la orilla. Enia se apresuró con paso renqueante.
El cuerpo sin vida de Otsemi parecía pequeño y frágil en la cima
de la montaña. Su pelo negro como el azabache se apelmazaba con la nieve y sus
ojos grises, del mismo color que el lago, parecían tratar de entrever más allá
de las nubes de tormenta, buscando el azul del cielo. Bajo su cuerpo, el lecho
de piedra estaba cubierto por sangre oscura, que se tornaba en escarlata al
diluirse en las tranquilas aguas del lago. Al llegar al borde, el agua turbia
se precipitaba por las peñas en mil arroyos, regando, con su esencia de vida y
de muerte, toda la montaña, hasta que, al llegar al río, apenas quedaba un hilo
de sangre. El río regaba los sauces y alisos, ya dormidos, y daba cobijo al
desmán y al castor. Esquivaba una montaña y allí bebía un niño del Clan de
la Nutria. Más abajo, el río se ensanchaba, atravesando las tierras de cultivo,
entonces baldías, donde los Helvatien cultivaban su trigo.
Finalmente, el gran río llegaba a su término. Allí, la sangre se
diluía por completo en el lejano mar, un mar que ni Otsemi ni Ohiandar alguno
jamás conocieran. Y, entonces, la ofensa estaba al fin absuelta.
Enia gritó con todas sus fuerzas, con todo su dolor. Pero el
grito quedó ahogado en la tormenta. Entre los densos copos logró entrever
una cierva, que bebía con serenidad del oscuro lago.
Siguiente capítulo: LUZ
Texto y fotos por Elisa Rivero Bañuelos
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