sábado, 2 de abril de 2016

LITERATURA MUERTA: LA CRUZADA


Segunda parte de "Literatura muerta: Decadencia".

Si destacaba una virtud de Daniela, era sin duda su capacidad de adaptación a las nuevas circunstancias que acaecían, razón por la que fue aceptada con facilidad en su nuevo trabajo.

Durante sus veintiocho años pudo salvar los obstáculos que le apartaban de su afición por la lectura gracias a los volúmenes que había acumulado su familia, pero más pronto de lo deseado, aquellas palabras dejaron de nutrirla, despertando la necesidad de adquirir nuevas ideas.

Las principales surtidoras literarias parecían ser las escasas bibliotecas que habían logrado sobrevivir, si bien no eran más que el vestigio de una época considerada por muchos, como el estancamiento de la productividad humana. Fueron paulatinamente cerrando a medida que la falta de uso de éstas, dejó de compensar el implemento de los costes de mantenimiento de los edificios, desgracia añadida a la caída de las editoriales, obligadas a centrarse en la publicación exclusiva de material técnico para no ser sobrepasadas por las pérdidas, hechos que decretaban de nuevo la muerte del arte escrito.

La joven, pocos meses después de ser contratada por el Ministerio de Educación, descubrió que el colegio donde ejercía contaba con una estancia que acogía todos los libros que habían sido empleados allí, así como otros que fueron repartidos tras la clausura de la biblioteca principal metropolitana.

Éste, denominado despectivamente almacén, se presentaba como la mejor opción que tenía para implicar a sus alumnos en el aprendizaje literario de forma extraoficial. No se engañaba negando que le preocupaban las consecuencias de modificar clandestinamente los métodos del centro, aunque sentía que sería mucho más perjudicial apoyar, o incluso incentivar con su pasividad, la ignorancia predominante.

El desencadenante de tal decisión tuvo lugar al final de su tercer trimestre como profesora. Recibió un parte donde se desglosaban diversas estadísticas relacionadas con la evaluación externa de sus alumnos, las cuales le sirvieron para obtener un contrato de cinco años en el centro donde estaba. Sin embargo, no eran noticias felices.

Dos de sus alumnos habían sido rechazados por el Ministerio para acceder al siguiente nivel educativo, lo que dependiendo de los expedientes de los dos primeros trimestres, que eran elaborados por los profesores, determinarían la forma de proceder con ellos. Uno, al contar con una valoración notable, logró la posibilidad de volver a repetir el curso fallido; sin embargo, el otro debería ser matriculado en un instituto apartado de esta línea educativa, enfocado a trabajos con bajo estatus.



Esto la conmovió más de lo esperado, ya que le habían prevenido sobre las consecuencias de no lograr el aprendizaje efectivo de los niños, pero la idea de que uno de aquellos pequeños de siete años no pudiera elegir libremente su futuro por un problema de comprensión, fue el golpe que empezó a quebrar la rígida aceptación de las normas e impulsó su pequeña cruzada.

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