Segunda parte de "Literatura muerta: Decadencia".
Si destacaba una virtud de Daniela, era sin duda su capacidad de adaptación a las nuevas circunstancias que acaecían, razón por la que fue aceptada con facilidad en su nuevo trabajo.
Si destacaba una virtud de Daniela, era sin duda su capacidad de adaptación a las nuevas circunstancias que acaecían, razón por la que fue aceptada con facilidad en su nuevo trabajo.
Durante sus
veintiocho años pudo salvar los obstáculos que le apartaban de su
afición por la lectura gracias a los volúmenes que había
acumulado su familia, pero más pronto de lo deseado, aquellas
palabras dejaron de nutrirla, despertando la necesidad de adquirir
nuevas ideas.
Las principales
surtidoras literarias parecían ser las escasas bibliotecas que
habían logrado sobrevivir, si bien no eran más que el vestigio de
una época considerada por muchos, como el estancamiento de la
productividad humana. Fueron paulatinamente cerrando a medida que la
falta de uso de éstas, dejó de compensar el implemento de los
costes de mantenimiento de los edificios, desgracia añadida a la
caída de las editoriales, obligadas a centrarse en la publicación
exclusiva de material técnico para no ser sobrepasadas por las
pérdidas, hechos que decretaban de nuevo la muerte del arte escrito.
La joven, pocos meses
después de ser contratada por el Ministerio de Educación, descubrió
que el colegio donde ejercía contaba con una estancia que acogía
todos los libros que habían sido empleados allí, así como otros
que fueron repartidos tras la clausura de la biblioteca principal
metropolitana.
Éste, denominado
despectivamente almacén, se presentaba como la mejor opción que
tenía para implicar a sus alumnos en el aprendizaje literario de
forma extraoficial. No se engañaba negando que le preocupaban las
consecuencias de modificar clandestinamente los métodos del centro,
aunque sentía que sería mucho más perjudicial apoyar, o incluso
incentivar con su pasividad, la ignorancia predominante.
El desencadenante de
tal decisión tuvo lugar al final de su tercer trimestre como
profesora. Recibió un parte donde se desglosaban diversas
estadísticas relacionadas con la evaluación externa de sus
alumnos, las cuales le sirvieron para obtener un contrato de cinco
años en el centro donde estaba. Sin embargo, no eran noticias
felices.
Dos de sus alumnos
habían sido rechazados por el Ministerio para acceder al siguiente
nivel educativo, lo que dependiendo de los expedientes de los dos
primeros trimestres, que eran elaborados por los profesores,
determinarían la forma de proceder con ellos. Uno, al contar con una
valoración notable, logró la posibilidad de volver a repetir el
curso fallido; sin embargo, el otro debería ser matriculado en un
instituto apartado de esta línea educativa, enfocado a trabajos con
bajo estatus.
Esto la conmovió
más de lo esperado, ya que le habían prevenido sobre las
consecuencias de no lograr el aprendizaje efectivo de los niños,
pero la idea de que uno de aquellos pequeños de siete años no
pudiera elegir libremente su futuro por un problema de comprensión,
fue el golpe que empezó a quebrar la rígida aceptación de las
normas e impulsó su pequeña cruzada.
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