Enia, camino del este
Han
pasado dos jornadas desde que Enia dejara el valle. El primer viento de la
mañana vino del ala del zorzal, que cantaba noticias inquietantes del este. Su
compañero, el río, ha pasado ya la infancia retozona de saltar entre las peñas
y ahora excava y deposita; excava y deposita: trabajador, sinuoso.
A
media mañana, la joven se encarama a una enorme roca que emerge del bosque,
permitiéndole observar el paraje que le espera delante. Por un momento, Enia
deja de ser la cazadora Ohiandar y vuelve a tener diez años. Reconoce el
paisaje de la tierra natal que abandonó, vuelve a oler el humo del fuego y casi
puede tocar la suave piel de Alate. Y, sin embargo, sabe que no es esa tierra.
Su tierra estaba al sur de las montañas: ésta, al este.
El
macizo se suaviza y las formas se aplanan hacia el horizonte, permitiéndole ver
lugares lejanos, montañas distintas. ¿Quién vivirá allí? ¿Habrá otra persona
preguntándose lo mismo, tratando de penetrar la neblina? Se pregunta Enia
mientras, distraída, acaricia el musgo seco de la piedra. Pero lo que ella
busca está más cerca. Junto al río perezoso y panzudo, como una serpiente que
acabara de comer, se extienden los campos de cultivo de los Helvatien. Allí
debían estar Urtxin y los demás.
Esos
son sus pensamientos mientras desciende de la vetusta roca y se interna de nuevo
en el bosque, hacia el este, hacia abajo.
A
menos de un kilómetro de allí, hacia el norte, Urtxin desgarra la piel de la
montaña con su pico. Cada golpe apenas araña la tierra, pero sus huesos y su
conciencia retumban.
Azeri,
oeste del poblado Helvatien
Las dos jóvenes avanzan con lentitud entre los arbustos de la ribera, arañándose la piel y golpeándose con troncos y piedras. Dara, especialmente torpe, se tropieza y cae una y otra vez, hasta que Azeri decide parar. Apenas pueden ver en la oscuridad y, aunque el cielo está despejado, la frondosidad de la alameda impide que se filtre la luz de las estrellas.
Dara
se estremece en un llanto quedo, interminable y monótono. Azeri no puede
distinguir sus heridas, pero nota la sangre viscosa enfriándose en su brazo,
que no suelta. Sabe que no llora por los golpes.
Se refugian
tras una roca, en la orilla del río. Azeri recoge algo de musgo y las hojas
secas que ya desechan los árboles y se ovilla junto a la chica, como dos visones
en su cubil. No puede permitirse hacer fuego y, aunque pudiera, no tiene su
yesquero.
Los
remordimientos la carcomen mientras trata de permanecer alerta a todos los
ruidos del bosque. La brisa estremece las hojas de los chopos, que se balancean
con placidez. No pudo liberar a ninguna de las esclavas, sus compañeras de
viaje -algunas, compañeras de Clan de la Nutria-. A la hora del duelo estaban
ya encerradas en sus cabañas, todas próximas al gentío y a los pastores. Mira a
Dara y quiere odiarla. <<Si no hubiera sido por ella...>>. Pero
sabe que no es verdad.
Siente
los murciélagos de ribera cortar el aire, raudos, sobre su cabeza. A lo lejos,
ulula un cárabo. Un ruido entre los salcillos le sobresalta: al poco, se oye un
chapuzón sigiloso y Azeri sabe que es la nutria. Siente el impulso de
sumergirse en las aguas oscuras y alejarse del mundo con ella. Dara duerme.
La
melodía de la ribera las acuna mientras el nuevo día se despereza. Un ladrido
lejano rompe el hechizo y las dos chicas se tensan. Azeri mira a Dara y
descubre el terror en sus hermosos ojos dorados.
Texto y foto por Elisa Rivero Bañuelos
Capítulo siguiente: LLUVIA
*En la foto hay una nutria con su cría, pero no se distingue bien |
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