Historia
de Enia y Alate, continuación de Presente
Enia,
presente (camino del este)
Al alcanzar la cima del paso, Enia vuelve la vista. El valle en
el que ha vivido los últimos seis años le despide agitando con furia las copas
de los estirados álamos, que se desprenden de sus vestidos. El viento otoñal se
canaliza por el paso y arremolina las hojas de mil colores: verde, marrón,
escarlata, dorado. Como los ojos de Alate. Enia suspira y continúa el camino,
que se abre paso entre las rocas hacia un valle más humilde. Entre los pinos
sombríos alcanza a ver, más abajo, el variopinto bosque de robles. No conoce el
valle, pero sabe que en el corazón del bosque se esconde el poblado Harix, el
clan del roble. Urtxin se lo ha contado todo, y más. Por el rabillo del ojo
capta un movimiento fugaz y sonríe: una ardilla corretea ágil entre las acículas,
afanada, preparándose para el invierno.
Al anochecer acampa junto al riachuelo que vertebra el pequeño
valle. Lo lleva siguiendo desde el mediodía, cuando apenas era un arroyo
cantarín saltando entre las piedras. Pero en vez de calmarla y ayudarle a conciliar
el sueño, como su río solía hacer, el rumor le repiquetea en el corazón. El
frío se afila como un puñal descendiendo desde la noche estrellada. Un aullido
lejano apenas emerge tras el cantar del río. Contempla las titilantes luces y
piensa en Urtxin.
Azeri,
presente (campamento Helvatien)
Azeri permanece estática bajo la manta de lana, los ojos
azules brillando en la noche. Unos perros ladran a lo lejos y el viejo Goban deja
escapar un sonoro ronquido desde su jergón, al otro lado del hogar. Las ascuas
apenas emiten una luz cambiante, como los ojos de un animal salvaje, acechando.
Azeri
se incorpora con lentitud. Un ronquido. Retira con cuidado su vieja manta. La
mujer de Goban se agita en sueños. La chica se mueve con un sigilo tal, que
en un bosque habría resultado grosero, pero en el interior de la cabaña no
desencaja. Se acerca a los pies del jergón de la pareja y extrae el finísimo
cuchillo de la bota de Goban. Le vio colocarlo allí cuando se las quitó. El
extraño material refleja sus brillos verdosos bajo la tenue luz, hechizando su
mirada.
Las
brasas sisean como una serpiente. ¿Me advierten de algo? Se pregunta la joven.
Permanece así, erguida y conteniendo el aliento, sosteniendo el frío cuchillo
junto a los durmientes. Sabe que no está bien. Finalmente coloca con suma
delicadeza, casi con primor, la hoja afilada sobre el cuello de Goban.
Hasta
que no oye otro lejano ladrido, no se da cuenta: el hombre no duerme. La
observa en la oscuridad, con ojos expectantes, tristes. Vencidos desde hace ya
tiempo. Pero no dice nada.
Azeri
se retira, aún sin respirar, sin dejar de mirarle. Con el mismo cuidado y
sigilo con los que llegó hasta allí, retrocede sobre sus pasos y se envuelve en
la piel de oveja, que se ha quedado fría.
Siguiente capítulo: SANGRE
Texto y fotos por: Elisa Rivero Bañuelos
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