Dara (hija de Goban), poblado
Helvatien
La cálida luz del final del estío
se asoma tímida entre las vigas del techo, acariciando su piel. Dara se remueve
entre sus mantas de oveja, aún sumida en el hechizo del sueño. Le llega el olor
acre del fuego apagado y su tripa ruge mientras piensa en la comida que preparará
en breve Madre. De pronto, el corazón le da un vuelco y toma consciencia de su
situación: Ötzi gruñe a su lado, aún dormido. Madre no preparará el desayuno
para ella. Mañana es el día de su unión, el fin oficial de su libertad. Aunque
ya la había perdido hacía un tiempo.
Reprime un escalofrío
de asco al notar el calor del hombre. ¿Cómo era posible que una vez le hubiera
deseado? ¿Cómo había podido dejarse engañar? Y no sólo ella, también el pueblo
entero, y Padre.
Se pasa los dedos
agrietados por la mejilla, ahí donde incide el tímido rayo de sol, como si
tratara de ocultar el cardenal. Las lágrimas se agolpan en sus ojos e intenta
apartar los pensamientos sombríos.
La joven se levanta
con sumo cuidado para no despertar a su futuro marido, y se dispone a
preparar un caldo de oveja y frutos. Le espera un largo día de tareas
innumerables; le espera una vida de servidumbre.
Goban,
poblado Helvatien
Goban se despierta y observa a la joven Ohiandar agazapada en una
esquina de la cabaña. Azeri le sostiene la mirada, desafiante. Una mirada azul,
gélida, bajo el dosel de pelo negro y corto.
El viejo ha tomado una resolución. No se dará por vencido hasta
estar muerto. No abandonará a su querida hija, a su pueblo, en las manos de
esos pastores bárbaros. Simplemente no podría vivir con ello.
Permanece en el jergón, sumido en sus cavilaciones, observando
absorto cómo la joven y su mujer cortan unos vegetales y muelen el grano para
el desayuno. La mujer sale para traer agua. Finalmente, se viste con parsimonia,
recoge su precioso cuchillo de cobre, enmangado en cuerno de carnero con un
grabado de Gobanno, el dios herrero. Se acerca a la joven, que se sobresalta,
tensando sus piernas fibrosas.
- Azeri –la llama con suavidad. Su mujer había conseguido sacarle
el nombre. Toma el cuchillo por la hoja, aquel cuchillo que unas noches atrás
ella le robara, y se lo tiende.
- Azeri. Dara –pronuncia el viejo, con voz trémula.- Dara –una
súplica-.
Sabe que ella no comprende nada de su idioma. Pero la
desesperación no entiende de palabras. Ella duda un segundo. Mira el cuchillo
con recelo y finalmente lo toma, guardándolo con presteza entre sus ropajes.
Goban cree captar un gesto de entendimiento.
Sale de la cabaña y el sol le deslumbra. Se tambalea
ligeramente contemplando su poblado, sus gentes, y las chiribitas que nublan su
vista simulan copos en pleno verano. Sabe con certeza que no volver a ver
nevar, aunque ya se puede oler el anuncio del otoño.
Su viejo perro Canno, tumbado bajo la sombra alargada que
proyecta la vivienda, emite un débil ladrido de bienvenida. Goban
palmea su cabezota, nevada de canas. Endereza su paso y se dirige al hogar
central, donde percibe la alta figura de Ötzi. Pero ya no hay miedo. Una vez
que aceptas la muerte, el temor por tu propio destino se esfuma, dejando tan sólo
aprensión por aquellos que quedan. Esto piensa Goban mientras se aproxima al
bárbaro.
- Ötzi -clama con voz grave, serena. Sabe hacerse oír entre la
gente y captar su atención.- Ötzi, jefe de los pastores, aspirante a líder de
nuestro pueblo.
El gentío disperso se congrega lentamente hacia el hogar central,
donde Ötzi estaba reunido con sus subordinados. El susodicho se vuelve con una
mezcla de asombro y hastío, tornando en seguida el gesto en cortés
sonrisa.
- Goban, querido padre -pronuncia en igual volumen, abriendo los
brazos- ¿te unirás a nosotros para tomar el desayuno?
- Declino agradecido tu oferta. He venido a proponerte algo.
Aunque nadie duda de tu fuerza y capacidad para liderar a nuestro pueblo, quería plantearte
una última prueba para obtener nuestro beneplácito. Así, tu derecho quedaría
confirmado por una antigua costumbre de nuestro pueblo, ya en desuso, pero no
por ello menos gloriosa-.
Ötzi le escuchaba impaciente, sin bajar los brazos extendidos y la
sonrisa forzada. Cada vez hay más gente alrededor de la improvisada reunión.
Goban percibe la hermosa melena de Dara asomándose desde la cabaña del
jefe, su antiguo hogar. El sol matinal aún aprieta y, a lo lejos, se oyen los
balidos de los rebaños. Huele a tierra caliente, a estofado de oveja y a sudor.
- Te reto a un duelo a muerte.
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