viernes, 28 de agosto de 2015

VALLE

El sol cada vez se oculta antes entre las montañas y el calor aprieta. Se acumula durante el día en el fondo del valle y apenas asciende y se dispersa por las noches, aunque las intensas jornadas se hacen más llevaderas en el río, que  atesora el hálito helado de las montañas. Desde el valle no alcanza a verlo, pero Enia sabe que la nieve se atrinchera en las cumbres. Lo que sí se deja intuir en la lejanía son los incendios. El viento cálido del sur los alimenta.

Enia sigue la pista a un corzo. Prácticamente no deja huellas, pues no ha llovido desde la tormenta, pero la vegetación tampoco llega a estar lo suficientemente seca como para quebrarse visiblemente ante el paso del pequeño cérvido, por lo que el rastreo es arduo. Se ha alejado bastante del campamento y asciende por la ladera de una montaña cubierta de ericas, dejando atrás la arboleda. Enia alza la vista, dubitativa. No quiere romper el pacto: es tierra de lobos, y aquí no se puede cazar. Cuando está a punto de darse la vuelta, observa por el rabillo del ojo como el corzo emerge tras un rododendro y brinca desenfrenado hasta alcanzar la seguridad del bosque de pinos. ¿Qué lo ha asustado? La chica toma la sabiduría del animal y se agazapa tras un arbusto. Sólo las puntas de sus astas se elevan, como pequeñas ramitas, sobre las agujas del tejo rastrero; la mujer aún no es totalmente consciente de su cornamenta.

A lo lejos, en el linde del bosque, dos hombres se acercan con paso cansado. Enia los escudriña desde su escondite. Parece que los hombres han decidido internarse en la espesura, quizá buscando protección, y pasan muy cerca de ella. Todos los temores se desvanecen cuando identifica a uno de ellos como Urtxin, un joven del clan Harix.
- Bienvenido a este valle, Urtxin.
El joven se sobresalta y, en un acto reflejo, la apunta con su lanza.

 “Bienvenida a este valle”. La primera vez que escuchó esas palabras, no pudo entenderlas

 Alate y Enia se habían quedado solos, como dos estrellas titilantes que asoman en una noche nublada. La ruina del bosque los asfixiaba y, a la vez, los dejaba desamparados, sin refugio ni comida. No obstante, la niña no tardó en encontrar la semejanza entre una chuleta de cabrito a la brasa y un pájaro carpintero calcinado. Alate se mostró más reticente, pero terminó por ceder. No parecía haber nada vivo para cazar por los alrededores y, aunque no quisiera admitirlo delante de la chica, sus dotes de cazador aún dejaban mucho que desear. Sus padres apenas habían permitido que él y sus hermanos campearan, por lo que sus logros se reducían a persecuciones truncadas de ardillas y alguna que otra musaraña indigesta. Al pensar en su familia, algo se rompió dentro de él. Encima de una lúgubre colina, alzó un grito al cielo llamándolos, aún sin terminar de comprender que jamás obtendría respuesta. Enia se acercó y le rodeó con los brazos, hundiendo su pálido rostro en el pelo negro como la pez. Esta escena se repetiría noche tras noche, durante largas lunas.

Cuando la pareja alcanzó el valle, recogido entre las vetustas montañas, Enia se maravilló. Jamás había visto tal exhuberancia, tanto animal como vegetal. El enorme río que Enia habría avistado en su tierra, si hubiera podido crecer y viajar allí, se encogía, roía las montañas y se encaramaba en un sinfín de torrentes bulliciosos, cebados por las primeras lluvias otoñales. En sus aguas límpidas buceaban la nutria y el desmán, danzaba la garza y enrojecía el salmón. Sobre sus húmedas orillas se inclinaban los sauces, fresnos y mimbreras, cargados de camachuelos gorjeantes.

Más allá se extendía el opíparo bosque caduco. Bajo las hayas, vestidas de vivos colores, protegían sus frutos con duras espinas el  endrino, la zarzamora y el grosello. En las lindes de la montaña se alzaban vastos y oscuros pinares, cubriendo el suelo con un espeso manto de acículas olorosas y piñas secas. Allí ofrecía su actuación el henchido urogallo.

Pero Alate siempre pugnaba por ascender a las titánicas montañas, atravesando suaves praderías de un verde rabioso, donde Enia recogía la delicada flor del edelweiss y las marmotas se tendían al débil sol otoñal. Finalmente, el sentido común de Enia los arrastraba de nuevo a la seguridad del bosque, lejos de la sombra colosal de la montaña.

Llamaba cada noche Alate a su familia, aunque con cada ocaso se aligeraba el peso de su corazón, y la llamada era menos lastimera, más monótona. Los días empapados de moras y perfumados de flores junto a Enia eran el mejor bálsamo. Ambos intentaban rechazar los temores y pensar que aquello sería eterno. Pero las hojas del haya ya teñían de escarlata la tierra, y la blanquísima corona de las montañas crecía en las alturas. Seguían avanzando.

Una noche gélida, susurraba Alate su triste melodía a la oronda luna, sin esperar respuesta, cuando ésta llegó. Enia, acurrucada a su lado, se estremeció de terror y le apretó.
- ¿Qué ha sido eso? Deberíamos escondernos.
- ¡Son una familia! –exclamaba entre jubilosos saltos el joven- ¡deberíamos buscarlos!
- ¡No! Suena aterrador, podrían hacernos daño –los hermosos ojos de Enia se oscurecieron.
Alate no entendía nada. Por fin podrían formar una verdadera familia, cazar y protegerse del frío, jugar con otros chicos… Pero el terror reflejado en el rostro de Enia y sus súplicas terminaron por arrastrar a ambos lejos de sus esperanzas.

Las llamadas resonaban cada noche, variopintas y fluctuantes, mientras Alate contenía el grito en su pecho y ambos descendían al valle. Se le escapaba qué podía buscar Enia allí.

Hasta que un día avistaron el humo. Previamente lo había olido Alate, que tenía mucho mejor olfato. Ambos se turbaron recordando el temible incendio, pero pronto Enia se emocionó al reconocer el ondulante ascender del humo de las hogueras. ¿Cómo podía estar tan tranquila, sentirse atraída por esas inquietantes lenguas de fuego?

Pero la voluntad de la niña era inquebrantable, y lo arrastró en su periplo en busca del humo. Sin embargo, alguien les encontró antes. Puede que el punzante olor del fuego, ya cercano, tapara el rastro de los perseguidores;  puede que Alate estuviera simplemente distraído y taciturno. De pronto, se vieron rodeados por varios Grnania, que se descolgaban silenciosamente de los árboles. Con sorprendente agilidad, uno se acercó a Enia y la alzó en volandas, sacándola fuera del círculo.

Alate gritó y se abalanzó en auxilio de la niña, que se revolvía en brazos de su captor, cuando dos fornidos Grnania se interpusieron, azuzándole con unas terribles y largas garras afiladas, mientras gritaban. Hubo unos interminables segundos en los que los aterrados ojos de Alate danzaban entre los Grnania y Enia. El captor la depositó con delicadeza en el suelo y la rodeó con los brazos en posición defensiva. Al igual que cuando halló a su familia masacrada, algo reventó en su interior. Era odio. Odio hacia los Grnania, odio hacia Enia. Porque ahora sabía que ella no era como él.

“Ietori arane”, esas fueron las palabras que Enia escuchó antes de que los hombres del bosque persiguieron a Alate hasta que se perdió de vista, arriba en las montañas. Un desgarrador alarido resonó en todo el valle. ¿Por qué habían echado esos hombres a Alate?

Por Elisa R. Bañuelos



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