El sol cada vez se oculta antes entre las montañas y el calor
aprieta. Se acumula durante el día en el fondo del valle y apenas asciende y se
dispersa por las noches, aunque las intensas jornadas se hacen más llevaderas
en el río, que atesora el hálito helado
de las montañas. Desde el valle no alcanza a verlo, pero Enia sabe que la nieve
se atrinchera en las cumbres. Lo que sí se deja intuir en la lejanía son los
incendios. El viento cálido del sur los alimenta.
Enia sigue la pista a un corzo. Prácticamente no deja huellas,
pues no ha llovido desde la tormenta, pero la vegetación tampoco llega a estar
lo suficientemente seca como para quebrarse visiblemente ante el paso del
pequeño cérvido, por lo que el rastreo es arduo. Se ha alejado bastante del
campamento y asciende por la ladera de una montaña cubierta de ericas, dejando
atrás la arboleda. Enia alza la vista, dubitativa. No quiere romper el pacto:
es tierra de lobos, y aquí no se puede cazar. Cuando está a punto de darse la
vuelta, observa por el rabillo del ojo como el corzo emerge tras un rododendro
y brinca desenfrenado hasta alcanzar la seguridad del bosque de pinos. ¿Qué lo
ha asustado? La chica toma la sabiduría del animal y se agazapa tras un arbusto.
Sólo las puntas de sus astas se elevan, como pequeñas ramitas, sobre las agujas
del tejo rastrero; la mujer aún no es totalmente consciente de su cornamenta.
A lo lejos, en el linde del bosque, dos hombres se acercan con
paso cansado. Enia los escudriña desde su escondite. Parece que los hombres han
decidido internarse en la espesura, quizá buscando protección, y pasan muy
cerca de ella. Todos los temores se desvanecen cuando identifica a uno de ellos
como Urtxin, un joven del clan Harix.
- Bienvenido a este valle, Urtxin.
El joven se sobresalta y, en un acto reflejo, la apunta con su
lanza.
“Bienvenida a este valle”. La primera vez que escuchó esas palabras,
no pudo entenderlas
Alate y Enia se habían quedado solos, como dos
estrellas titilantes que asoman en una noche nublada. La ruina del bosque los
asfixiaba y, a la vez, los dejaba desamparados, sin refugio ni comida. No
obstante, la niña no tardó en encontrar la semejanza entre una chuleta de
cabrito a la brasa y un pájaro carpintero calcinado. Alate se mostró más
reticente, pero terminó por ceder. No parecía haber nada vivo para cazar por
los alrededores y, aunque no quisiera admitirlo delante de la chica, sus dotes
de cazador aún dejaban mucho que desear. Sus padres apenas habían permitido que
él y sus hermanos campearan, por lo que sus logros se reducían a persecuciones
truncadas de ardillas y alguna que otra musaraña indigesta. Al pensar en su
familia, algo se rompió dentro de él. Encima de una lúgubre colina, alzó un
grito al cielo llamándolos, aún sin terminar de comprender que jamás obtendría
respuesta. Enia se acercó y le rodeó con los brazos, hundiendo su pálido rostro
en el pelo negro como la pez. Esta escena se repetiría noche tras noche,
durante largas lunas.
Cuando la pareja
alcanzó el valle, recogido entre las vetustas montañas, Enia se maravilló.
Jamás había visto tal exhuberancia, tanto animal como vegetal. El enorme río
que Enia habría avistado en su tierra, si hubiera podido crecer y viajar allí,
se encogía, roía las montañas y se encaramaba en un sinfín de torrentes
bulliciosos, cebados por las primeras lluvias otoñales. En sus aguas límpidas buceaban
la nutria y el desmán, danzaba la garza y enrojecía el salmón. Sobre sus
húmedas orillas se inclinaban los sauces, fresnos y mimbreras, cargados de
camachuelos gorjeantes.
Más allá se extendía
el opíparo bosque caduco. Bajo las hayas, vestidas de vivos colores, protegían sus
frutos con duras espinas el endrino, la
zarzamora y el grosello. En las lindes de la montaña se alzaban vastos y
oscuros pinares, cubriendo el suelo con un espeso manto de acículas olorosas y
piñas secas. Allí ofrecía su actuación el henchido urogallo.
Pero Alate siempre
pugnaba por ascender a las titánicas montañas, atravesando suaves praderías de
un verde rabioso, donde Enia recogía la delicada flor del edelweiss y las
marmotas se tendían al débil sol otoñal. Finalmente, el sentido común de Enia
los arrastraba de nuevo a la seguridad del bosque, lejos de la sombra colosal
de la montaña.
Llamaba cada noche
Alate a su familia, aunque con cada ocaso se aligeraba el peso de su corazón, y
la llamada era menos lastimera, más monótona. Los días empapados de moras y
perfumados de flores junto a Enia eran el mejor bálsamo. Ambos intentaban
rechazar los temores y pensar que aquello sería eterno. Pero las hojas del haya
ya teñían de escarlata la tierra, y la blanquísima corona de las montañas
crecía en las alturas. Seguían avanzando.
Una noche gélida,
susurraba Alate su triste melodía a la oronda luna, sin esperar respuesta,
cuando ésta llegó. Enia, acurrucada a su lado, se estremeció de terror y le
apretó.
- ¿Qué ha sido eso?
Deberíamos escondernos.
- ¡Son una familia!
–exclamaba entre jubilosos saltos el joven- ¡deberíamos buscarlos!
- ¡No! Suena
aterrador, podrían hacernos daño –los
hermosos ojos de Enia se oscurecieron.
Alate no entendía
nada. Por fin podrían formar una verdadera familia, cazar y protegerse del
frío, jugar con otros chicos… Pero el terror reflejado en el rostro de Enia y
sus súplicas terminaron por arrastrar a ambos lejos de sus esperanzas.
Las llamadas
resonaban cada noche, variopintas y fluctuantes, mientras Alate contenía el
grito en su pecho y ambos descendían al valle. Se le escapaba qué podía buscar
Enia allí.
Hasta que un día avistaron
el humo. Previamente lo había olido Alate, que tenía mucho mejor olfato. Ambos
se turbaron recordando el temible incendio, pero pronto Enia se emocionó al
reconocer el ondulante ascender del humo de las hogueras. ¿Cómo podía estar tan
tranquila, sentirse atraída por esas inquietantes lenguas de fuego?
Pero la voluntad de
la niña era inquebrantable, y lo arrastró en su periplo en busca del humo. Sin
embargo, alguien les encontró antes. Puede que el punzante olor del fuego, ya
cercano, tapara el rastro de los perseguidores; puede que Alate estuviera simplemente
distraído y taciturno. De pronto, se vieron rodeados por varios Grnania, que se
descolgaban silenciosamente de los árboles. Con sorprendente agilidad, uno se
acercó a Enia y la alzó en volandas, sacándola fuera del círculo.
Alate gritó y se
abalanzó en auxilio de la niña, que se revolvía en brazos de su captor, cuando
dos fornidos Grnania se interpusieron, azuzándole con unas terribles y largas
garras afiladas, mientras gritaban. Hubo unos interminables segundos en los que
los aterrados ojos de Alate danzaban entre los Grnania y Enia. El captor la
depositó con delicadeza en el suelo y la rodeó con los brazos en posición
defensiva. Al igual que cuando halló a su familia masacrada, algo reventó en su
interior. Era odio. Odio hacia los Grnania, odio hacia Enia. Porque ahora sabía
que ella no era como él.
“Ietori arane”, esas
fueron las palabras que Enia escuchó antes de que los hombres del bosque
persiguieron a Alate hasta que se perdió de vista, arriba en las montañas. Un
desgarrador alarido resonó en todo el valle. ¿Por qué habían echado esos
hombres a Alate?
Por Elisa R. Bañuelos
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