Urtxin,
la mina
Urtxin oye un traspié a su espalda y las
piedras ruedan por la desvencijada colina. “Bien podría ser yo, montaña abajo.
Así, descansaría al fin”. El sol se pone, lejano y frío, entre las copas de los
árboles, que ya amarillean. ¿Es el reflejo del sol, o el otoño que avanza,
inexorable?. Según descienden, sus ojos empañados por el polvo captan revuelo
en el campamento. Los pastores transitan diligentes, como las hormigas en el
hormiguero, cargando con fardos entre las cabañas y avisando a sus compañeros.
Urtxin se extraña, ya que normalmente son vagos y desordenados.
El capataz les azuza y los esclavos
responden, despertando de su letargo, curiosos por enterarse de lo que ocurre
en el campamento. Junto a la tienda del jefe cree distinguir a dos mujeres,
pero el embate del pastor le obliga a acelerar el paso y baja la vista para no
tropezar.
Una vez abajo, el capataz es relevado y
varios hombres les empujan dentro del chamizo que hace de dormitorio, comedor
y, a veces, incluso baño. Al entrar, Arran se golpea la frente contra una viga
y Urtxin capta las lágrimas asomando en sus ojos: apenas es un crío. Los
pastores les afianzan las ataduras y, como en las primeras noches que pasaron
en la mina, les atan a las vigas laterales. Se preguntan el porqué de tanta
seguridad: habían pasado semanas desde el último intento de fuga. Nadie se
queja: los que protestaban, ya no están.
La puerta se cierra y las voces se alejan.
- ¿Habéis visto a esas mujeres? –se atreve,
por fin, alguien a murmurar. En la creciente oscuridad, reconoce la ajada voz
de Hartz.
- Una parecía Ohiandar… -Arran, a su lado,
trata de tocarse la cabeza con los brazos atados. Sin embargo, su voz refleja
esperanza.- Estoy seguro, era de las nuestras.
El alboroto de los pastores se aleja,
disolviéndose cual niebla en la quietud del bosque. Cerca, un cárabo ulula: uu,
uú, ú-ú-ú-ú. Y al cabo: ti-uuic. Urtxin se sobresalta y recuerda un cuento.
Azeri,
la mina
Aunque el lazo que rodea sus muñecas no
aprieta, Azeri se siente inquieta, como un pajarillo entre las manos de un
niño, pugnando por alzar el vuelo. Mira a Dara, que permanece estática a su
lado, esperando, paciente. No tiene nada que ver con la chica temblorosa que
recogió hacía un día. “Un día tan solo…”.
Una brisa gélida, presagio ya no del otoño,
sino del crudo invierno, desciende por las montañas y se filtra por las paredes
de la cabaña como una serpiente.
Azeri rescata un viejo pasatiempo y
comienza a recitar, en voz queda y suave.
“Hubo una vez un cárabo, blanco como la
nieve, cuyas blanquísimas plumas, más suaves que los pétalos del edelweiss,
surcaban el bosque sin producir ruido alguno. Pero su belleza no era compartida
por el resto de cárabos, que en las tibias y rosadas noches de julio silbaban
su canción de amor desde los viejos robles. Uu, uú, ú-ú-ú-ú, cantaba uno;
¡ti-uuic! Traía la brisa, presta, la respuesta de su amada. Uu, uú, ú-ú-ú-ú,
cantaba el cárabo blanco, pero nadie parecía oírle. Sus pardos compañeros se
volvían invisibles para él en los tocones de los árboles, e invisible era él
para sus oídos.”
“Atormentado, el cárabo níveo salió del
bosque, buscando la blancura de la montaña. Alcanzó el circo de la cordillera
por la noche, cuando una enorme luna, pálida, emergió entre los riscos. Uu, uú,
ú-ú-ú-ú, la llamó el ave; Uu, uú, ú-ú-ú-ú, uú, ú-ú-ú-ú, reverberó la montaña: y
el creyó que fue la luna. Y, aunque en su corazón herido sabía que no era la
respuesta adecuada, voló en silencio, arriba, hacia el helado cielo estrellado.
Quisiera la brisa, o tal vez la celosa
luna, que el cárabo no oyera una lejana llamada, desde el otro lado de la
montaña, que apremiaba: ¡ti-uuic!”
La luz se extinguió finalmente y el bosque
se sumió en el silencio inquieto del otoño, quebrado en la lejanía por la
berrea del ciervo.
Texto y fotos por Elisa Rivero
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