Dara,
camino de las montañas
Permanece inmóvil por un instante, tratando
de vislumbrar su aspecto reflejado en la orilla del río, pero las gotas que
ruedan desde los alisos lo perturban como si cientos de zapateros bailaran
sobre la superficie. Dara se lava el barro y el sudor de la cara, agradeciendo
el contacto dulce y refrescante del agua. No puede salir bien, se dice. Sin
embargo, la idea de salir corriendo, sola, le aterra.
Hace un gesto a Azeri y se apresuran en
retomar su camino. Las nubes se deslizan hacia el sur, ligeras tras abandonar
su pesada carga, y Dara se pregunta qué habrá al sur, qué habrá al oeste, allá
donde se dirige. Cree distinguir a Enia a lo lejos, cruzando el río. O quizá es
una nutria.
El bosque, denso y chorreante, se le antoja
todo igual. Sabe dónde está la mina: padre le había llevado hacía unos años,
cuando la descubrieron. Decía que allí erigiría un altar, entero de bronce, a
Gobanno. Ya no podría ser: los dioses de Ötzi eran otros, si es que los tenía.
Por allí cerca, en algún lugar, se alzarían
los refugios derruidos del extinto Clan del Jabalí. En su momento, a Dara le
había parecido justificado aniquilar a esos salvajes que, de vez en cuando, les
robaban las ovejas y realizaban incursiones en su territorio. En aquel momento
sólo conocía a un hombre de las montañas, aquel traidor de Urden, un hombre
desagradable y falto de dignidad. Ahora se da cuenta de que no todos los
Ohiandar eran así y, por un momento, siente repulsión por su pueblo, por sí
misma.
Finalmente, parece que Azeri ha encontrado
un camino entre la maleza, demasiado grande para ser sendero de animales. Antes
de tomarlo, Dara se descuelga del cinturón la cuerda que Enia le había prestado
y ata un suave pero aparatoso nudo alrededor de las finas muñecas de la joven.
¿Cómo podía empuñar el arma y cazar con esas manitas? Se pregunta, perpleja. La
centelleante mirada azabache de la montañesa, que se revuelve inquieta por
estar de nuevo atada, barre todas sus dudas.
El camino, custodiado por altos espinos, se
adentra en las montañas.
Enia,
al sur del río
Enia se desata el fardo de la cabeza y se
escurre las ropas empapadas con hastío. No había tenido tiempo de desvestirse
del todo para cruzar el río. Un cormorán que se secaba las alas a escasos
metros emprende el vuelo.
Chapotea por el barro de la orilla,
asegurándose de marcar bien su rastro, y se apresura a encender un fuego. Su
yesca de hongos y el perdernal están bien secos, pero las pocas ramas que
consigue apilar humean y crepitan, negándose a arder. Para bien, o para mal. Así,
confía, atraerá pronto la atención de los perseguidores.
Le habría gustado ser ella la que fuera a
la mina a buscar a los suyos y ver a Urtxin, pero sabe que tiene más
probabilidades de escapar que aquella joven del Clan de la Nutria, Azeri.
Apenas le calcula 14 años.
Emplea unos minutos en secarse y engullir
unas tiras de ciervo ahumado con moras: no tendrá tiempo de comer en lo
sucesivo. Unos tímidos rayos de sol asoman entre los chopos y arrancan
destellos escarlata de su larga cabellera, que se recoge con un prieto nudo.
Los herrerillos y los mitos gorjean entre las ramas. A lo lejos, vuelven a
oírse los ladridos. La joven apaga el fuego y reemprende la marcha hacia el
sur.
Dara,
la mina
- ¿Quién va?- una voz se alza tras un
enorme rododendro. Dara da un respingo y se estira las maltratadas ropas. Su
aspecto debe ser deprimente.
- Soy Dara, esposa de Ötzi –carraspea,
aclarándose la garganta. A sus oídos, su voz suena débil, falta de autoridad.
Del recodo del camino emerge un pastor alto
y rubicundo. Dara no le identifica: los hombres del oeste le parecen todos
iguales. Sin embargo, él sí la reconoce y baja la larga lanza con un leve gesto
de respeto.
- ¿Quién está a cargo?- la joven tira con
brusquedad de la soga, con lo que Azeri se acerca agachada, gruñendo.
El pastor le hace un gesto y recorren el
camino hasta llegar a un claro. Los árboles han sido cortados, algunos
recientemente, y sus tocones, aún sangrantes, ofrecen una visión desoladora.
Allí se alza un destartalado campamento, al pie de la cantera. Dara observa con
perplejidad como la montaña ha sido devorada, como si una piara de jabalíes
gigantes hubiera hozado en la piedra dura. Pero no son jabalíes: una hilera de
hombres se acerca, arrastrando sus picos y acarreando canastos llenos de
piedras. Azeri respinga al verlos. El sol se esconde ya entre las cumbres de
las montañas y deshilachadas nubes de humo ascienden tras el campamento: tienen
que proceder del horno.
El pastor les conduce al interior de uno de
los chamizos. Trata de retener a Azeri, pero Dara sujeta la soga con firmeza,
dedicándole una mirada de reproche. Dentro, un hombre con cabello plateado, ya
entrado en años, bebe con placidez de un hermoso cuerno de uro. Al verlos
entrar, se sobresalta, derramando un chorro del espeso líquido. Es el tío de
Ötzi, pero no consigue recordar su nombre.
- Ah, hermosa Dara-recita mientras trata de
ponerse en pie sin tirar el cuerno.- Vuestro enlace ha debido ser ya,
felicidades ¿qué te trae por aquí? ¿Cómo es que no estás con mi sobrino?
- Sí, tío –miente.- Fuerzas mayores me
alejan de mi esposo, por quien temo. Los salvajes atacaron el pueblo por la
noche, liberando a las esclavas, y se está librando una batalla sangrienta allí
abajo –Dara recuerda los acontecimientos reales y las lágrimas de agolpan de
nuevo en sus ojos. Se le quiebra la voz- Mataron a mi padre. Ötzi me puso a
salvo y me envió a buscar ayuda: necesitaba a todos sus hombres.
- Es terrible. Siento lo de Goban, era un
gran hombre-murmura con desinterés. -¡Olen, llama a los chicos! Atad a los
salvajes y encerradlos en la cabaña. Tú y Tane, quedaros a vigilarlos; el
resto, al pueblo conmigo- el viejo exhala un profundo suspiro, como en un
intento de despejar su cabeza embotada, y se levanta resolutivo.- ¿Y esa perra
qué hace aquí?-escupe, mirando con desprecio a Azerí.
- Es mi esclava. Pertenecía a mi padre.
- Guárdate de esos salvajes traidores –el
hombre se viste su parca de lana y recoge una espada de bronce y el zurrón.- Te
quedarás aquí, estarás más segura. Además, nos retrasarías…-masculla más para
sí mismo, mientras se aleja a toda prisa. Fuera, se oye el murmullo de los
hombres: quejas, preguntas y exclamaciones.
Dara y Azeri se asoman para presenciar cómo
los pastores azuzan a los esclavos Ohiandar, como si de perros sarnosos se
tratara. La luz decae y, por detrás del griterío, se distingue la llamada
puntual del cuco: cu-cu, cu-cu.
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