Los latidos del ciervo resuenan profundos y graves en su cabeza.
Enia cierra los ojos y aspira el almizcle: no puede oírlo ni olerlo, pero la
presencia del ciervo se solidifica en su mente, entregándose, doblegando su
voluntad. Unos movimientos fugaces y, en cuestión de segundos, el animal cae
fulminado al suelo, entre los brezales. Enia se acerca, da gracias en silencio
al alma del ciervo y extrae la jabalina de sus costillas. En el fondo, siente
un ligero resquemor: el ciervo, inquieto por el fuego y la atmósfera cargada de
humo, no habría podido ni olerla. No había sido una batalla justa, entre
iguales. Con su tosca hacha de pedernal tala unas ramas para improvisar una
parihuela que le permita trasladar el ciervo hasta un lugar seguro: si no fuera
por el incendio, ya próximo, lo despedazaría allí mismo, llevándolo en tandas
al campamento; pero no podía permitir que el fuego lo engullera. Sin embargo,
antes de partir, se detiene, abre con esfuerzo el tórax del animal y extrae el
corazón, que deposita sobre una mata de brezo. La sangre empapa las delicadas
flores blancas.
Alate masca la tensión en el ambiente y decide alejarse: sus
compañeros están inquietos y los gruñidos pronto se quedarán cortos. Esa noche
tampoco podrán cazar. El espeso y penetrante humo les anula: tapona sus fosas
nasales, empaña los ojos. Deja atrás el bosque de piceas y se sorprende de la
oscuridad de la noche, a pesar del fuego lejano. La luna ni siquiera se adivina
entre las espesas nubes negras, y el aire húmedo comienza a fluir a medida que
asciende por la montaña. Alate huele la lluvia.
Aquella noche, grabada a fuego en su memoria, también se
anunciaba la lluvia, pero aún habrían de pasar interminables horas antes de que
descargara. Cuando aquellas rabiosas
criaturas comenzaron a perseguirles, Alate no podía pensar en otra cosa que no
fuera alcanzar el bosque. Corrió con el corazón desbocado, huyendo de la
jauría, que izaba palos encendidos con gesto amenazante. Pero algo en su
conciencia le hizo volverse para comprobar si Enia le seguía. La niña corría
desorientada, posiblemente cegada por las luces, y a punto estuvo de tropezar
contra una enorme piedra. Alate se detuvo, la llamó y corrió a su lado,
guiándola en la creciente oscuridad, lejos de aquellos monstruos.
De alguna forma, con
la noche como cómplice y el bosque de guarida, consiguieron confundir a la
turba y alcanzar la montaña. Cayeron extenuados bajo un gran abeto y, aún
asustados, se escondieron tras su grueso tronco. El frescor de la montaña, a
pesar de la estación, pronto dejó sus músculos ateridos, y se arrejuntaron en
silencio. El sueño los embargó en una noche tan oscura como la boca del lobo.
Una débil luz rojiza
refulgía a través de sus párpados. Alate se asomó tras el vetusto tronco del
abeto, pero no era el sol de la mañana, sino el fuego, que devoraba el bosque
bajo la montaña. De nuevo, el pánico lo invadió. Enia dormía profundamente a su
lado. La despertó. Ya no huían de aquellos seres iracundos, sino de algo que le
producía aún más pavor: el fuego descontrolado.
Enia arrastra con esfuerzo el cuerpo del ciervo a través del
bosque. La improvisada parihuela se atasca entre las ramas de un endrino y la
mujer se rasga la piel con las espinas al intentar desenredarlo. El humo del
incendio es denso, debido a la humedad de la vegetación, y se desliza entre los
árboles como un reptil. La situación le hace rememorar aquella fuga
interminable, la huída de su propia gente, la gente que luego pegó fuego al
bosque para hacerles salir o para quemarlos vivos. Con un destello de rabia,
tira del arnés enganchado y rompe los precarios nudos que sostenían la
estructura. Mira al cielo negro, cargado de lluvia, y se serena. Repara la
parihuela con presteza y continúa el penoso camino.
Aún no consigue
sacar cuentas de las horas o días que transcurrieron mientras seguía a Alate a
través del bosque, lejos de su hogar, de sus padres y de su gente. Su avance se
veía a menudo interrumpido por el fuego, por un río o una montaña, por lo que
realizaron varios rodeos. Le preguntó a Alate si sabía a dónde se dirigían.
A
casa.
Finalmente,
las nubes dejaron caer su bendición y apagaron el incendio. El bosque
presentaba un paisaje espectral, como un esqueleto negruzco y quebradizo. En el
suelo yacían los restos de los animales que no habían conseguido escapar del
mordisco del fuego.
Hubo un momento en
el que Alate se aceleró. Enia tuvo que correr con todas sus menguadas fuerzas
para alcanzarle. El chico había reconocido su hogar. Se abrieron paso entre los
oscuros y humeantes tocones, hacia una cornisa, en cuya base se abría una caverna.
Delante, unos bultos se dispersaban sobre la roca desnuda. Alate se acercó y se
quedó quieto junto a las figuras. El fuego no los había alcanzado, pues la roca
había frenado su avance. La sangre negra y espesa se pegó a sus pies. Enia se
acercó lentamente, asustada. Al menos dos docenas de lobos yacían despedazados
delante de ellos. Alate entornó la cabeza y gritó a la lluvia. Aquel alarido de
profundo dolor se grabó en la memoria de Enia para siempre.
Por Elisa R. Bañuelos
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