Largos y pesados goterones se deslizan sobre su piel. Otros
tamborilean sonoramente contra las hojas de un tilo. El calor estival y los
vapores del incendio se disipan y la tierra se abre y bulle agradecida bajo la
tormenta. Sus compañeros están inquietos por los truenos, pero Alate sonríe: el
fuego era, indudablemente, terrible, pero todo tiene su lado bueno. Duda, pero
finalmente plantea a los demás sus pensamientos.
- Puede que vosotros no estéis acostumbrados a los incendios,
pero yo ya he vivido esto. No son accidentales. Los Grnania que hacen crecer las plantas han hecho esto.
Los demás se agitan e increpan desordenadamente. Alate se hace
oír entre la multitud.
- Pero algo bueno podemos sacar. El fuego ha matado a muchos
animales: la mayoría estarán carbonizados, pero algunos pueden haber muerto por
asfixia. Es hora de cenar.
En el tétrico cadáver del bosque, el grupo se desalienta. La
comida es abundante, pero la devastación se extiende hasta donde abarca la
vista, tiñendo de negro las faldas de las colinas y el fondo del valle, hacia
el sur. Alate suspira. Al darse media vuelta, se pincha con las espinas
supervivientes de un brezo y se apoya sobre una informe masa carbonizada.
Tras el festín, jóvenes y viejos elogian a Alate e intentan
pasar tiempo con él. No le gusta. Aún así, los ánimos se han relajado, y todo
el mundo parece haber olvidado el terror del incendio. Alate se pregunta si
realmente fueron los Grnania de las
plantas los que saltaron la chispa. Indudablemente, los Grnania del bosque u Ohiandar también dominaban el fuego. Pero
pronto desecha la idea: no eran tan tontos como para quemar su propio bosque.
Otra oscura razón confirma su teoría, pero él nunca lo admitiría, ni siquiera
ante sí mismo.
- ¿Por qué has salido a cazar con este desastre en ciernes,
joven?- el Aztie parece molesto,
aunque conserva su permanente gesto de estoicidad.- Has echado a perder medio
ciervo.
- Discúlpame, Aztie. Subestimé
el alcance del fuego- Enia se abochorna. La parihuela no había soportado el peso
excesivo del ciervo en su carrera a través del bosque y, finalmente, se había
visto obligada a conservar sólo las extremidades y dejar el resto al fuego.
- Te has sobrestimado a ti misma –replica él severamente-. Eres
una buena cazadora, pero te arriesgas mucho. Deberías pasar más tiempo en el
campamento y, quizá, buscar un compañero – el rostro del viejo se ablanda casi
imperceptiblemente, y la invita a sentarse junto a él.
Aztie es el título de
chamán o líder espiritual de los Ohiandar. El viejo había sido un prestigioso
cazador en su juventud, pero un enfrentamiento con un jabalí había dejado
inútil su pierna. Desde entonces, había dedicado su brío a guiar a la comunidad
y perpetuar la paz. En realidad, no se había preocupado por la pequeña niña
huérfana hasta que ésta creció y demostró sus dotes de caza. Pero fueron otras cualidades
las que finalmente le hicieron frecuentar la compañía de la joven.
-¿Qué crees que ha originado este incendio?- pregunta, con la
miraba fija en su regazo, donde teje una trenza con ramas de zarzamora.
- Supongo que han sido ellos- murmura Enia. No quiere hablar del
tema, no le gusta elucubrar, pero sabe que es la única que puede aconsejar a Aztie
y éste ansía su conocimiento.
- Por lo poco que me has contado, entiendo que no es la primera
vez que incendian el bosque, ¿me equivoco?
- No –Enia suelta aire y se resigna. Alza la vista al remanso de
agua que se abre frente a ellos, donde los hombres y las mujeres pescan y
remiendan las redes: este año, el río estaba siendo generoso.- No puedo
asegurar que hayan sido ellos. No sé hasta qué punto lo hacen, ni tampoco el
porqué. Sé que necesitan mucho espacio para hacer crecer sus plantas y prados
para que pasten sus ovejas; el bosque les molesta.
- ¿Por eso quemaron el bosque cuando te perdiste?- el viejo cesa
su labor y fija los serenos ojos verdes en Enia, inquisitivos.
- No me perdí. Huí. Ellos me persiguieron. Ahora intuyo que mis
padres estaban muertos y quizá pensaron que yo los maté, que yo era…-Enia traga
saliva y busca las palabras adecuadas- druis. Como una chamana.
- ¿Chamana? Eras sólo una niña, y ¿por qué iban a pensar que
mataste a tus padres?
- Mi madre no era de allí. Provenía de una tribu del bosque. Pasaba
mucho tiempo en casa y en los lindes, poniendo trampas para animales, en vez de
estar con las otras mujeres. Supongo que eso los inquietaba, aunque yo era muy
pequeña y no entendía todo aquello. Alguna vez la culparon por desgracias
acontecidas, sobre todo ataques por animales. La única pertenencia que
conservaba de su antigua vida era un collar de garras de glotón. Ellos
consideraban al bosque y todos los animales que de él procedían como una
amenaza, un tabú.
- Puede que tu madre viniera de la tribu del valle Tuo- reflexiona Aztie-. Sus gentes presentan
sus respetos al glotón. Estuve allí comerciando en mi juventud.
- Ya lo había pensado.
Enia se levanta taciturna
y se lava la herida en el río. Al volverse, el rostro de Aztie se torna en una
amable sonrisa, lo cuál resulta un acontecimiento. Ha trenzado la zarzamora
alrededor de las astas de un corzo, conformando un bonito soporte. Se lo
entrega a Enia.
- El espíritu del corzo es el que te debe acompañar. El ciervo
es muy grande y testarudo para ti, te ha vencido. Mimetízate, estática, bajo
las ramas del roble. Salta ágil por las laderas, como un corzo.
Ella se lo coloca sobre la cabeza, orgullosa y a la vez
abochornada. Es un gran honor. El corzo es el tótem del clan y, más
especialmente, de la familia de Aztie.
Una joven, que Alate reconoce como Nane, hija de Alfa, se acerca cabizbaja hacia
él. Alate se aparta, pues no termina de entender su actitud: la posición social
de Nane era muy superior a la suya, y podría considerarse como una afrenta a su
padre el verles solos. Alate ya sospechaba que había caído en desgracia a ojos
de Alfa desde su atrevimiento del día anterior, al querer dirigir al grupo. Además,
últimamente estaba descollando como cazador, ocupación a la que dedicaba la
mayor parte de su tiempo, ya que las actividades sociales le asquean. Incluso
después de seis inviernos, no se siente parte del grupo. Su grupo, su familia,
están muertos. Perseguidos, acorralados y asesinados. Y todo por haber matado a
unas pocas cabras y tres o cuatro Helvatien.
En su momento le costó identificar el olor y entender la situación, pero con el
tiempo, las dudas se habían disipado: sus padres, probablemente buscándole,
habían detectado las cabras de los Helvatien
e, impulsados por la hambruna que la falta de caza estaba provocando aquel
verano, atacaron. Se habrían encontrado a algunas personas defendiéndolas y las
mataron también. Entonces, saltó la alarma en el pueblo y huyeron. Esa era la
razón de haber captado un olor familiar mezclado con el humo, el ganado y la
sangre.
Una oscura y pesada sospecha, que entonces había enterrado en lo
más hondo de su alma, se revuelve en su interior, pugnando por salir.
- ¿Recuerdas aquel
pequeño refugio, cubierto de ramas y con forma triangular, a la entrada de la aldea?
Ese es mi refugio- declaró Enia con
una sonrisa orgullosa, mientras la dispar pareja ascendía por las montañas.
Lejos, muy lejos, hacia el norte.
Por Elisa R. Bañuelos
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