Historia de Enia y Alate, continuación de CALOR
Enia,
camino del campamento base del Clan del Roble
Al aproximarse el anochecer, Enia se topa con un arroyo y decide que ya es hora de dar la
vuelta y dirigirse hacia el norte. Cuando los helvatien topen con el final
del rastro en el agua fría del torrente, no podrán recuperarlo con facilidad.
Y, en caso de que lo lograran, ella ya se encontraría a salvo en la aldea del
Roble. Pero… ¿Dónde se escondía?
El
asentamiento de invierno del clan Harix era famoso por su aislamiento, tanto
físico como cultural, del resto de clanes de las montañas. El campamento,
cuentan, se encuentra disperso en lo más
profundo de un bosque de robles milenarios, y parte de las viviendas están
construidas sobre sus ramas. En el pasado apenas acudían a las reuniones y
festividades, aunque esto había cambiado en los últimos tiempos: una nueva
generación de jóvenes, hastiados del hermetismo del pueblo, abrió las
fronteras.
Sin
embargo, la luz se escapa tras las montañas y Enia no consigue encontrar ningún
rastro claro que le indique hacia donde seguir. El pulso se le agita ante la
idea de haber pasado de largo el campamento, y acelera su paso. Una raíz se
enreda en su bota derecha y cae al suelo, raspándose las palmas de las manos.
Permanece allí varios segundos, tratando de oír los ladridos de los perros y
las llamadas de los hombres, pero no capta nada. Un movimiento furtivo llama su
atención a escasos metros: una ardilla rebusca entre las ásperas hojas del
lecho del bosque. Sus ojitos brillantes se posan en Enia por un momento, agita
la cola y se gira. El cansancio y el hambre tiran de sus piernas hacia abajo,
hacia las hojas: ojalá fuera una un erizo. Pero el miedo le insufla fuerza, se
levanta trabajosamente y persigue a la ardilla a través de la atmósfera húmeda
y oscura del bosque.
Enia
recuerda el cuento preferido de Urtxin: “es sobre el origen del clan del Roble”
recita siempre antes de empezar, con una curiosa mezcla de solemnidad y risa en
su boca. “Hace muchos… ¡No muchos! ¡Muchísimos veranos, tantos como
palmos se alza la gran montaña sobre el río! Recorrió estas tierras una ardilla
harto peculiar. Su familia procedía de los templados bosques del sur, donde el
sol madura las bellotas y calienta la tierra. Aquí, las agujas de los abetos se
le clavaban en las patas, y los rancios piñones apenas hacían crecer su rojizo
pelaje para soportar las heladas del invierno. Su pequeño corazón se oscureció
como las noches invernales, en las que, más que soñar, anhelaba el calor del
sol y el sabor de la bellota. Sus risueñas compañeras agitaban jactanciosas las
espesas colas al verla pasar y se reían de la ardilla y sus bellotas.
Entonces, un largo invierno, la afligida
ardilla se encaminó al sur, jurando volver. Esa primavera, en contra de todo
pronóstico por parte de sus congéneres, la peculiar ardilla reapareció triunfal
con una bellota seca, antes de desplomarse y expirar. Las ardillas, conmovidas,
enterraron la semilla allí donde muriera su portadora, sobre un promontorio
rocoso en lo más profundo del bosque y, pasados los meses, una débil plántula
se abrió paso entre la piedra. Pasaron raudos los inviernos y los veranos, así
como pasó la historia de la intrépida ardilla de boca en boca, y el roble,
raquítico, apenas conseguía alzarse del manto del bosque en busca de un rayo de
sol, pues los altos abetos la asfixiaban.
Una calurosa tarde estival,
un humo negro y espeso anunció la tragedia que estaba por llegar: un demonio
rojo y palpitante, de mil lenguas, devoraba el bosque. Las ardillas y los
pájaros no lo conocían: era el fuego. Los abetos crepitaban y se derrumbaban
unos sobre otros; las criaturas corrían despavoridas, tratando de salvar la
vida. Las ardillas se sitiaron en el promontorio, donde el débil roble se
alzaba testarudo sobre la roca. Las llamas no pudieron saltar la fría piedra
para alcanzarlo y, cuando la lluvia salvadora, enviada por la diosa, apagó el
enorme incendio, tan solo el roble, enclenque, se alzaba en el antiguo bosque,
plagado ahora de los esqueletos negruzcos de los abetos.
Pudiendo al fin captar la
luz, el árbol se estiró y creció frondoso, cubriendo el suelo calcinado y
fértil de gruesas bellotas, que las ardillas plantaron por todo el territorio,
agradecidas.
Allí se alza aún el
testarudo roble, recuerdo de una ardilla muy peculiar, padre de todo el bosque
que lo rodea y hogar del Clan Harix.”
Una
tímida sonrisa que, en la oscuridad, sólo puede ver el cárabo, emerge en la
boca de Enia mientras sigue a la ardilla a través del bosque. De pronto, el
suelo cruje bajo sus pasos. La luna le
ilumina entre las ramas desnudas. Ha dejado atrás el mullido suelo de acículas
y ahora pisa una hojarasca de mil colores: hojas de roble.
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