Historia de Enia y Alate, continuación de CANTO
Dara, la Mina
Su corazón palpita tan
fuerte que parece ensordecer los ruidos nocturnos y por un momento teme que las
revele. Pero todo es quietud. El campamento ha quedado desierto, a excepción de
los dos hombres que se han quedado a cargo y los propios prisioneros. Ha pasado
un rato desde que Tane se fuera a alimentar el fuego de la fragua. Dara se
endereza y desata la cuerda floja que simulaba atar a Azeri. Ésta exhala un
suspiro, aliviada.
Dara trata de colocarse
la cabellera pajiza mientras dedica un gesto firme a la montañesa, indicándole
que permanezca en el chamizo. Pero al agarrar el mango del cuchillo, oculto
entre las ropas, su mano asemeja una mariposa en pleno vendaval: se apresura a
ocultarlo.
La oscuridad de la noche
se extiende espesa entre las cabañas, evita los rescoldos y se parapeta allá en
el bosque, impenetrable. El tal Olen, un pastor joven pero enorme, se
entretiene quemando ramitas junto a la prisión de los Ohiandar. Las llamas
arrancan rasgos monstruosos de su cara rubicunda. Sin embargo, cuando alza la
vista para recibirla, Dara sólo ve a un chico aburrido y solo. Un escalofrío le
recorre la columna y se queda parada, mirándole.
- Vaya noche más fría. Me
sentiría honrado si compartieras mi fuego.
Reacciona y se acerca con
paso vacilante. Se acuclilla junto a él, muy cerca, y agradece el calor de la
hoguera. De entre las toscas tablas que conforman la cabaña de los esclavos le
llega un ligero murmullo. Se inclina aún más sobre Olen y tartamudea entre
susurros.
- ¿Ahí están los
prisioneros? ¿No podrían escaparse? ¿Atacarnos?
El joven pastor se encoje
azorado, pero un rápido vistazo a la desolación que los rodea le encorajina.
- ¿Estos? –se yergue,
golpeando la portezuela- son unos cobardes. Están domesticados. Y si no, saben
perfectamente lo que les espera. Nadie puede hacerte daño estando yo de guardia.
Dara ya puede oler el
aliento a oveja que exhala el pastor, pero su atención se centra en dirigir la
mano, torpe, en busca del cuchillo. La duda y el miedo la sacuden por dentro.
Entonces ve su reflejo titubeante en los asombrados ojos de Olen, y las
siguientes escenas se agolpan raudas a escasos centímetros de su rostro.
El joven se abalanza
sobre ella y la enorme mano aprisiona su muñeca con fuerza, de forma que suelta
el cuchillo, que cae al suelo; la otra se cierra sobre su garganta y el dolor
le impide oír los gritos de Olen, cuya expresión muda de la sorpresa a la
ferocidad y, de ahí, al completo desconcierto, sin que Dara pueda parpadear. Un
pequeño proyectil cruza su escasa línea de visión, golpea en la cabeza al vigía
y las manazas ceden, permitiéndole tomar una bocanada, antes de que el enorme
cuerpo trastabille. Unos instantes de aturdimiento permiten a Dara zafarse de
su abrazo, mientras una silueta se desliza entre el fuego y ella y golpea como
un rayo de nuevo.
Los sonidos vuelven a
fluir junto con el aire y Dara capta el quejido moribundo de Olen entre los
gritos de los cautivos. Estira la enorme mano, quizá tratando de asirse a la
vida, que se escapa con el viento helado hacia la espesura del bosque. Azeri
jadea a su lado y retira del cuello, inerte, el puñal: una vez más,
ensangrentado y brillante. Corta las cuerdas que afianzan el postigo de la
prisión y se lo devuelve a Dara. En su lugar, toma la piedra que le sirviera
como proyectil para aturdir al pastor y desatranca la puerta.
La joven permanece
temblando en el suelo, junto a la hoguera y el cadáver: ambos desprenden aún
calor.
Urtxin, la Mina
Tras la conversación en
el gangoso e inteligible idioma helvatien y los gritos, reinó el silencio.
Urtxin puede mascar la ansiedad en el aire frío de la cabaña. Casi nota girar
sus orejas como las de una liebre al captar movimiento en la puerta. Unas cuerdas
se rasgan y el postigo se suelta con un golpe seco. La débil luz de una hoguera
moribunda recorta una pequeña silueta en el vano.
- ¿Hola?-resuena clara
una voz femenina- ¿Igel? ¿Ahat?
- ¿Azeri, eres tú?- se
agita Igel, un jovenzuelo del clan de la Nutria, desde una esquina. El frío le
entró en el pecho unas noches atrás y desde entonces respira con dificultad.
Urtxin recuerda a Azeri.
Es una ruda muchacha, apenas una niña, del mismo clan que Igel. Parece que
hubieran pasado años desde las noches del viaje en las que contaban cuentos.
Azeri era la mejor narrando. Después de él mismo, claro.
Una vez liberadas las
ataduras, salen al exterior. En el suelo yace muerto un hombre. Urtxin lo
reconoce como un joven reservado, de los capataces menos violentos. Pero no
siente lástima. A su lado, una joven de aspecto helvatien los mira con el
rostro pálido.
- Ésta es Dara. Viene con
nosotros a las montañas; –ante las miradas inquisitivas de los hombres, Azeri
frunce el ceño - nos está ayudando y se viene conmigo. ¿Sabéis donde tienen las
armas?
La helvatien parece
despertar y agarra con fuerza un puñal bañado en sangre, que le resbala hasta
la mano. Rebusca en el cinturón del muerto y extrae una antorcha, que enciende
con los rescoldos. Le dirige a Azeri una palabra y se encamina hacia el bosque.
Ésta les hace un gesto de apremio y la sigue, con el resto detrás. A una mujer
como Azeri, es mejor no hacerla enfadar, piensa Urtxin.
- ¿Qué ha pasado con el
resto de las chicas? ¿Cómo lograste escapar? –Igel corre detrás de la chica.
Azeri niega en silencio y corta el chorreo de preguntas. Sin embargo, se vuelve
hacia Urtxin.
- Enia te estaba
buscando. Nos encontraremos con ella en la aldea del Roble.
El dolor de sus hombros
se aligera, como cuando deposita los cestos cargados de mineral al final de la
jornada. Un escalofrío le recuerda que no tendrá que volver a hacerlo.
Se adentran en el escaso
bosque que sobrevive alrededor del campamento, en dirección a la hoguera.
Ninguno de ellos sabe por qué, pero siempre hay una columna de humo alzándose
desde ese lado de la montaña. Cuando, previsiblemente, se encuentran cerca del
origen, Dara les indica que paren y esperen allí. Azeri asiente y la joven de
pelo dorado desaparece de su campo de visión.
Los ruidos del bosque le
inquietan. Quién sabe cuándo pueden volver los helvatien. Quiere preguntar cómo
han conseguido deshacerse de ellos, pero entende que no es el momento. Tras los
arbustos, capta la voz de Dara hablando con un hombre. Después, un grito y
silencio.
Se apresuran a
encontrarse con ella y la encuentran triunfante, casi sonriente, junto a un
vigía sangrante y agujereado como una red de pesca a sus pies.
El origen del humo es una extraña hoguera
semienterrada en el suelo. Anexa se alza una caseta llena de armas hechas con
el mineral maldito. Fabricadas a partir del sudor y la sangre de los suyos.
Algunas aún están calientes.
Historia y fotos por Elisa Rivero